

Michelle Bachelet tendrá la oportunidad de pasar a la historia como la presidenta que logró convertir a Chile en un país más justo y equitativo en la distribución del ingreso.
Aunque integre el selecto club de la OCDE, organización que aglutina a los países más ricos del mundo, Chile tiene el vergonzoso lastre de estar entre los más desiguales. Un reciente estudio reveló que la renta per cápita del 1% más rico de los chilenos es 40 veces mayor que el ingreso per cápita del 81% de la población.
Para achicar esta inmensa brecha, Bachelet espera poder implementar las otras grandes reformas propuestas en la campaña. La educativa con la que pretende garantizar el acceso universal y gratuito a todos los niveles educativos y la fiscal basada en que los que más tienen paguen más y en un tratamiento similar de las rentas del trabajo y del capital con la que espera recaudar el equivalente a un 3% del PIB para financiar los u$s 15.000 millones que necesita para implementar su programa de gobierno.
Pero lejos de la bonanza económica que favoreció a los países de la región hasta 2011, Bachelet tendrá que maniobrar en el marco de una realidad complicada por la caída del precio del cobre, pilar de sus ingresos (representa el 60% de las exportaciones).
La presidenta tiene a su favor el triunfo electoral que le dió el 62% de los votos y una inmensa popularidad. Sin embargo, deberá crear un gobierno con gran capacidad negociadora para poder cumplir uno de sus propósitos fundamentales que es el de reformar la Constitución heredada de la dictadura de augusto Pinochet. Aunque en comicios legislativos del pasado 17 de noviembre logró mayoría en ambas Cámaras del Congreso, ésta es insuficiente para la reforma constitucional para la que necesita el apoyo de al menos dos tercios de la sede legislativa.
Más allá de las dificultades económicas y de política interna, a Bachelet le tocará gobernar en un contexto ideológico externo más afín a sus propósitos.
Superada la época en que se consideraba al neoliberalismo económico como la panacea para mejorar la calidad de vida de las personas, se está abriendo el camino a una mirada diferente. Además, la comprobación de que las recetas que fueron obligados a cumplir los países europeos en crisis dieron en la mayoría de los casos, más desocupación y exclusión social, también está trayendo vientos de cambio.
Dos de las personas más influyentes del mundo han realizado declaraciones que permiten conocer hacia dónde estarán encaminadas las prioridades en los próximos años.
En su primer documento apostólico publicado el mes pasado, el Papa Francisco criticó con dureza el actual sistema económico al que calificó de la desigualdad y la exclusión y que describió como el que mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz .
Días después, el propio presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, admitió que la mayor parte del crecimiento económico de los últimos años ha ido a unos pocos afortunados y calificó de peligrosa la falta de movilidad social.
El mandatario se refirió a la desigualdad social como el conjunto de deformaciones políticas y económicas que permiten que unos pocos se queden con lo que es de todos y que les quitan esperanzas y posibilidades de progreso a los que menos tienen.
En una declaración sin precedentes, Obama calificó a la lucha contra la desigualdad económica como el mayor desafío de nuestro tiempo. Una reflexión en plena sintonía con los propósitos de Bachelet.













