Todo está seco en la cordillera. La tierra, las plantas, las caras de la poca gente que deambula por los paisajes inmensos. El agua que hay es fría, helada. Baja de la montaña, límpida, y cuando no se revuelve por el paso de un animal se puede tomar derecho, aunque increíblemente tiene gusto a río. El viento congelado hace su aporte y todo se seca aún más. Las montañas son como montones de tierra suelta, como si un gigante hubiera hecho un pozo en algún lado y hubiera depositado en los Andes el resto. Algunos cerros tienen piedras inmensas y es inevitable no pensar en hombres de neandertal vestidos con cueros y garrotes cazando alguna presa. No es fantasía: las montañas están tan vacías de vida que tranquilamente podría ser un viaje en el tiempo.
San Martín decidió cruzar los Andes en 1814, cuando entendió que para ganarle el terreno a los españoles y declarar la independencia en Argentina no era posible si la libertad no se convertía en un objetivo continental. Mientras los realistas tuvieran asentamientos militares en América latina, la amenaza seguiría vigente.
Cada año, el Gobierno de San Juan rememora ese cruce por el paso de Los Patos, el camino que recorrió San Martín para llegar a Chile, en donde peleó una de las batallas fundamentales para la liberación del continente y la posterior consolidación de la independencia regional.
En palabras, la misión parece simple: hay que llegar al límite con Chile el 12 de febrero, día en que se conmemora la batalla de Chacabuco, participar de un acto con autoridades argentinas y chilenas, intercambiar regalos, y volver a San Juan. Lo complicado es el trayecto: para hacerlo hay que recorrer en el lapso de seis días más de 100 kilómetros a lomo de mula y cruzar dos picos que superan los 4.300 metros de altura.
Los que ya lo hicieron hablan todo el tiempo del Espinacito y la Ventana de la Onda, los cerros en cuestión. Los que no lo hicieron miran con un gesto tenso, que pone los cachetes duros y los ojos espantados y abiertos. Todos respiran hondo.
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