

Los autos prometen mucho más de lo que entregan, tanto en su rol de productos como en su papel de pilares de las economías manufactureras. Se comprometen a darnos la libertad de las rutas abiertas, el viento en el pelo y una garantía de mejorar nuestra performance sexual. Al volante de un auto, todo hombre se siente un macho alfa o, por lo menos, un macho beta si se trata de un Mondeo.
La realidad es otra. La mayoría de los viajes en auto implican trayectos obligatorios y no odiseas al estilo Kerouac. Se trata de viajes de ida y vuelta al trabajo, de llevar los chicos al colegio y de viajes de negocios. Los propios automóviles, a través de la evolución convergente, han logrado un pico de excelencia que los ha vuelto uniformes. Ya no tienen colas largas, entramados de madera o puertas en forma de alas. Y su motor rechaza las atenciones del más interesado de los mecánicos aficionados.
Sin embargo, los consumidores los siguen amando. Y los gobiernos también. Los primeros ministros, conscientes de su estatus temen que, a menos que apoyen algo que se parezca remotamente a una industria automotriz local, otros primeros ministros les van a ganar y se van a quedar con su dinero para el almuerzo en la cumbre del G-20. En el frente político doméstico, la opinión generalizada es que un trabajador de la rama automotriz despedido es 10 veces más trágico que un empleado bancario desempleado. Un halo aceitoso se cierne sobre la cabeza de ese trabajador de manos callosas.
El resultado es una industria global disfuncional. Desde hace años los expertos predicen una reforma con el fervor y la falta de exactitud de los miembros de un culto que anuncia la llegada del próximo mesías. En la actualidad, y sólo en parte a causa de la recesión, las automotrices todavía tienen la capacidad para producir 20 millones de vehículos más al año de lo que cualquiera puede comprar. Esto se traduce en inversiones con bajo retorno, tanto por parte de los encandilados inversores como por parte de los gobiernos que subsidian el sector.
Inevitablemente, el gobierno de Estados Unidos cedió y aceptó respaldar a General Motors, una empresa débil que algunos norteamericanos preferirían ahogar en un balde. Fritz Henderson, el nuevo CEO, está estableciendo un sitio web que se llama “Tell Fritz (Dígale a Fritz). Si yo fuera un contribuyente estadounidense, Ie diría a Fritz que quiero que me devuelvan mis u$s 50.000 millones. Una consecuencia de que GM haya sobrevivido es la venta de una participación en el negocio europeo de GM. Esto es necesario para persuadir a varios países europeos, principalmente a Alemania –hogar del Adam Opel– de entregar garantías por valor de ¥4.000 millones de euros.
La hora de negociar la producción
La parte correspondiente al Reino Unido en todo esto será poner hasta ¥500 millones de euros (u$s 710 millones) en avales, cosa que, por alguna razón, suena mucho menos onerosa que los préstamos directos, aunque representan una pura pérdida. Una retribución al estilo de la Cosa Nostra sería que la planta Ellesmere Port, de Vauxhall, sobreviva montando orgullosamente autos en los que menos de 50% de su valor esté creado en Gran Bretaña.
Uno de los primeros competidores para comprar la participación de 55% en Vauxhall y Opel es RHJ International, una inversora con sede en Bruselas. Se considera que RHJ puede administrar una automotriz porque es propietaria, en parte, de algunas firmas de autocomponentes. Uno puede poner esta lógica en duda si, como es mi caso, es propietario de zapatillas de tenis, pero no sabe jugar al tenis. De todos modos, la oferta exitosa se decidirá a través de negociaciones multilaterales de las que participarán el Tesoro de Estados Unidos, la Comisión Europea, varios gobiernos soberanos, GM y, muy posiblemente, el Dalai Lama. ¿Qué mejor mecanismo puede encontrarse para un sólido proceso de toma de decisiones en el ámbito comercial?
Una vez que Ellesmere Port esté asegurada, la planta de Halewood perteneciente a Jaguar Land Rover heredará el eslogan de “la fabrica automotriz más amenazada de Gran Bretaña . Expertos como David Bailey, de la Universidad de Coventry, consideran que será vulnerable por el cese prematuro de la producción del Jaguar X-Type. Aparentemente, el típico directivo empresarial puso objeciones a que JLR le vendiera al encargado del comedor de la compañía un auto accesible que se pareciera remotamente a su Jaguar XJ. Estos últimos autos, destinados a capitanes de la industria, son fabricados en Castle Bromwich, una planta de Birmingham inmunizada contra el cierre por el monumento al avión Spitfire que avergonzaría al gobierno si apareciera en la cobertura periodística por televisión de semejante noticia.
El Tesoro tiene centenares de millones guardados en garantías para respaldar a JLR una vez que concluya las prolongadas negociaciones que, según trascendió, los ministros están llevando adelante en el estilo de Veruca Salt, el personaje de Charlie y la fábrica de chocolate, pidiendo un pony nuevo. En un momento hasta querían designar al presidente de JLR. Yo apuesto por John Prescott, que le habría aportado al puesto la perspectiva de los consumidores. Eventualmente se llegará a un acuerdo. En todo el mundo los gobiernos están invirtiendo en capacidad automotriz superflua.
Ahora bien, este es un diario defensor del mercado libre pero, entre nous, dadas las realidades políticas, ¿no sería mejor para las naciones acordar privadamente cuotas sobre la cantidad de producción automotriz que apoyan? El Reino Unido no sufriría recortes porque en 2007, el último año intocado por la recesión, los británicos compraron 900.000 autos más de los que hicieron.
Otra intervención necesaria sería la de prohibir la publicidad que sugiera que los autos tiene un efecto liberador, sexy o divertido. Los responsables de su manufactura sólo podrían mostrar conductores agobiados llevando al colegio a mocosos gritones, o maldiciendo los embotellamientos que los hacen llegar tarde a reuniones importantes. Si esto tampoco logra terminar con nuestra adicción, tendremos que elegir una opción nuclear para acabar con el glamour de nuestros carros sin caballos. Modificando las famosas palabras de Henry Ford, los gobiernos deberían estipular para fabricantes y consumidores la máxima: “Pueden hacer y comprar autos de cualquier color, siempre que sean de color beige .










