Seguir el progreso de la prolongada apuesta del capital global por el excepcionalismo estadounidense se está volviendo una tarea cada vez más desorientadora. Claro que no se puede negar la fortaleza de la narrativa subyacente. Ya sea en función de la fuerza militar, la demografía, la autosuficiencia energética, la supremacía tecnológica o la profundidad de sus mercados, EE.UU. no tiene, en la práctica, un par internacional -aunque China aspire a desafiar su posición hegemónica.
A pesar del berrinche arancelario de abril en los mercados durante el "día de la liberación" de Donald Trump, los inversores globales, en apariencia, han sido indulgentes y han optado por disfrutar de la euforia del auge de la IA. El mercado del Tesoro estadounidense, aunque perturbado por los acontecimientos recientes, sigue siendo el principal proveedor de activos supuestamente seguros para el mundo. Y el dólar se mantiene como la moneda de reserva preeminente, a pesar de representar solo el 58% de las reservas mundiales en 2024 frente al 72% en el cambio de milenio.

Sin embargo, bajo la superficie no todo marcha bien. Esto es evidente en las cambiantes preferencias de activos y divisas de los inversores públicos globales, como los bancos centrales. Una encuesta reciente del Foro Oficial de Instituciones Monetarias y Financieras mostró que la principal preocupación de los administradores de reservas de los bancos centrales era ahora la turbulencia geopolítica y, más específicamente, los aranceles y las políticas comerciales. Mientras tanto, el dólar fue la única divisa cuya demanda neta por parte de los bancos centrales disminuyó el año pasado.
Quedó claro que todo el variado menú de autodestrucción trumpista, que va desde el ataque a la independencia de la Fed hasta la caótica naturaleza de la formulación de políticas en EE.UU., está pesando sobre los inversores y hundiendo la moneda estadounidense.
A esto se suma la preocupación dominante por la sostenibilidad fiscal. La Oficina de Presupuesto del Congreso proyecta que, sin cambios en los ingresos y el gasto, la deuda federal en manos del público, impulsada por grandes déficits, aumentará del 100% del PBI en 2025 al 156% en 2055. Eso la llevaría a niveles superiores a todo lo visto desde que comenzaron los registros gubernamentales en 1789.
Nadie espera que Trump reduzca esos déficits: la consolidación fiscal "es para los pájaros", como lo fue bajo Joe Biden. Así, los inversores se preguntan naturalmente si EE.UU. tiene la capacidad fiscal de atender las enormes obligaciones de balance que está generando y si no intentará inflar la deuda para licuarla. Joerg Ambrosius, de State Street, señala que todas estas vulnerabilidades sugieren que el excepcionalismo del dólar está evolucionando de un privilegio automático a un activo contingente a la política.
El juego para los inversores globales consiste entonces en mantener exposición a activos estadounidenses atractivos mientras se desacoplan de las políticas más extremas de Trump. Los datos del Banco de Pagos Internacionales indican que eso fue precisamente lo que ocurrió tras el berrinche arancelario de abril.
Aunque gran parte de la caída del dólar se produjo durante las horas de negociación en Asia, no hubo salidas significativas de activos estadounidenses. Los inversores extranjeros estaban cubriendo exposiciones previamente descubiertas y, por lo tanto, reajustando el precio del excepcionalismo estadounidense. Ambrosius ve la caída del dólar como un shock de costos de cobertura que interactúa con preocupaciones sobre la credibilidad fiscal más que como una reevaluación general de la calidad de los activos de EE.UU.
Esa reevaluación aún podría llegar en relación con la IA. Los alcistas, gravemente afectados por el Fomo (miedo a quedarse afuera), creen que apenas estamos comenzando un camino hacia la inteligencia artificial general que traerá enormes aumentos de productividad y transformará la economía. Sin embargo, la promesa de las Big Tech de invertir más de U$S 300.000 millones este año en centros de datos e infraestructura para modelos de lenguaje de gran escala es también un caso clásico de Fomo.
Existen enormes incertidumbres sobre hasta qué punto la IA transformará el descubrimiento científico y acelerará el avance tecnológico. Como señala George Saravelos, de Deutsche Bank, el crecimiento no proviene de la IA en sí, sino de la construcción de las fábricas para generar capacidad de IA. Una vez construidas esas fábricas, ¿se harán cargo las ganancias de productividad de la IA? ¿Y hasta qué punto se difundirán globalmente esos beneficios? Otros desafíos incluyen la creciente presión sobre las cadenas de suministro globales, especialmente en chips, energía e infraestructura.
En cuanto a las ganancias de productividad a nivel de toda la economía, pocas de las principales empresas estadounidenses cotizadas son capaces de describir cómo la IA estaba transformando sus negocios para mejor. Igualmente llamativo es el mínimo entusiasmo que algunas Big Tech muestran en sus presentaciones regulatorias. El formulario 10-K de Meta del año pasado señala: "[N]o puede asegurarse que el uso de la IA mejore nuestros productos o servicios o sea beneficioso para nuestro negocio, incluida nuestra eficiencia o rentabilidad". Esa es una base curiosa para emprender un derroche de inversión en capital.
Y, sin embargo, no se debe esperar un final temprano de este mercado impulsado por el doble Fomo. La política fiscal y monetaria en todo el mundo se está flexibilizando. No existe una burbuja de crédito como en la previa a la gran crisis financiera. Las valoraciones no son tan extremas como en la burbuja de las puntocom. Y el atractivo del excepcionalismo estadounidense desacoplado de Trump es algo potente. Mientras no haya un colapso geopolítico, el ritmo continúa.















