Es muy probable que el presidente sirio Bashar al-Assad se sienta intranquilo. Hasta ahora logró repeler con brutalidad 30 semanas de manifestaciones populares contra su régimen y ha hecho oídos sordos a los pedidos de Estados Unidos y la Unión Europea para que renuncie. Ni siquiera protestó por las sanciones económicas que le impuso Washington ni respondió al reclamo de Naciones Unidas para que procese a los responsables de crímenes contra la humanidad cometidos durante la represión. Pero lo que sucedió en Túnez, luego en Egipto y ahora en Libia, le está demostrando que el poder no es eterno, especialmente si para sostenerlo tiene que recurrir a la mano de hierro. También sabe que Gaddafi, tarde o temprano, tendrá que rendir cuentas ante la Justicia. Al igual que el ex presidente egipcio Hosni Mubarak.

La llamada Primavera Arabe, que comenzó en diciembre del año con una revuelta popular en Túnez y que produjo la renuncia del presidente Ben Ali, se contagió a Egipto, Yemen, Jordania, Libia y Siria, como una ola imparable de pueblos hartos de dictadores y ansiosos de justicia y libertad. El régimen de Gaddafi transita sus horas finales. El próximo en la lista sería el de Assad.