

De cara al ballottage del domingo, la campaña electoral muestra acusaciones cruzadas sobre las propuestas económicas de los candidatos presidenciales. El FpV señala que la liberalización inmediata del cepo cambiario prometida por Cambiemos sólo es posible -ante las insuficientes reservas del Banco Central- si se produce una fuerte devaluación del peso que no es reconocida, y apunta a las consecuencias negativas que dicha devaluación tendrá sobre el poder adquisitivo del salario (inflación sobreviniente vía el pass-through de la devaluación mediante). Cambiemos, por otra parte, se defiende diciendo entre otras cosas que los precios domésticos ya reflejan el valor real del dólar (superior al del dólar oficial, fuertemente restringido), aunque dejando pasar la oportunidad de contraatacar señalando la inviabilidad de financiar las recientes promesas del FpV en materia de reducción de impuestos y retenciones, aplicación del 82% móvil a las jubilaciones mínimas y mantenimiento de subsidios de servicios públicos, sin devaluación significativa (hasta enero de 2016), en un contexto donde la inflación supera el 25% anual, el déficit fiscal trepa al 8% del PBI, el gasto público supera holgadamente el 40% del PBI, etc.
Claramente las propuestas económicas -híper-simplificadas en el párrafo previo- callan parte de su verdad. Es que, desde el punto de vista de los ideólogos de las respectivas campañas políticas, anticipar de manera clara y rotunda una inminente devaluación, o la fuerte reducción de subsidios a los servicios públicos para la clase media, supone un riesgo muy grande de votos perdidos, acusaciones de neoliberalismo, maldad intrínseca, etc. La carrera populista, a ver quién promete más logros inmediatos sin costos, está lanzada: el candidato que hoy luce con menores chances de ganar, no ha dudado en prometer que todo lo que está por venir son soluciones voluntaristas que antes no quiso aplicar el propio FpV, capo máximo del populismo en la historia argentina; el candidato con más chances de vencer, atento a su electorado hastiado de las falsas promesas y mentiras del gobierno actual (y a una versión del teorema de Baglini, según la cual la seriedad de las propuestas guarda una relación directa con la probabilidad de tener que aplicarlas), resiste sin promesas falsas pero minimizando los costos de lo que entiende deberá hacer. El optimismo sobre la confianza inmediata que despertará una nueva gestión, sano en su esencia para todo gobierno que enfrenta una tarea titánica, se parece demasiado a la negación de los detalles escabrosos que habrá que resolver primero.
Todo esto, aún dentro del actual clima de algarabía por el inminente cambio de inquilino en la Casa Rosada (dado que quien se va creía ser la dueña), es preocupante: indica que desde la perspectiva de los profesionales de la política (y seguramente entonces así sea en realidad), una buena parte de la población no ha tomado suficiente consciencia de que, venga quien venga, las opciones que tendrá por delante no incluyen continuar profundizando el modelo, al menos si por ello se entiende promover el consumo por encima de lo que se produce, transfiriendo rentas, consumiendo stocks de recursos e inversiones, distorsionando precios y retrasando el tipo de cambio real hasta volver a tener un peso más valioso (esto es, un dólar más barato) que el de la Convertibilidad.
Las opciones abiertas necesariamente requieren enfrentar la mentira y destrucción de reglas, instituciones e incentivos que dejan los últimos 12 años de gobiernos K, y ello no será gratuito para la población. En el mejor de los casos, luego de los sinceramientos mínimos necesarios y provisto que medie una gran habilidad en la gestión pública integral, el 2016 será un año donde las expectativas personales deberán ser postergadas para potenciar lo que venga después. Por ello, la mejor propuesta no debe juzgarse por la felicidad inmediata que pueda prometer, sino por la habilidad para combinar una solución real y duradera con un camino política y socialmente viable. La propuesta más consistente es la que mayores chances tenga de convocar la confianza doméstica e internacional para desatar inversiones y nuevos emprendimientos que restablezcan un crecimiento económico sólido a partir del cual las libertades individuales puedan hacerse efectivas para todos los habitantes del país; con ella los costos de corto y mediano plazo serán los menores posibles.
Que no quepan dudas, la opción más dañina para todos es pretender continuar por la senda actual: aún cuando estuviera disponible, sólo llevaría a acentuar la pérdida de libertades y a magnificar los sacrificios futuros que serán necesarios para convivir en una sociedad moderna, pujante e integrada.











