

En 2015 se cumplen setenta años de la movilización fundacional del peronismo, el célebre 17 de octubre, bautizado en la liturgia Día de la Lealtad. Será un fin de semana bien político: al día siguiente se celebran las elecciones presidenciales. Son el domingo 18 de octubre.
Sería bueno, pues, actualizar una de las frases más repetidas de la cafetería política y las sobremesas de todas partes, usada con distinto tono, tanto para apuntalar la jactancia de los kirchneristas viscerales como por los opositores más ansiosos al remover su acidez. Es la frase a Cristina todavía le quedan dos años de gobierno. En verdad, para las presidenciales falta menos de un año y medio y para las primarias, virtual capítulo primero de una ronda electoral que de hecho se perfila en tres vueltas (primarias, generales y balotaje), algo así como un año y tres meses. Son el 9 de agosto.
Desprolija, amorfa, la carrera presidencial ya está en la pista. Como en la Argentina es común adaptar las reglas de juego a las necesidades del momento (desde 1928 ninguna elección presidencial utilizó las mismas reglas de la elección anterior) el marco normativo para 2015 todavía puede dar sorpresas. Pero los políticos, acaso para hacernos creer que ellos dominan al futuro y no al revés, fingen previsibilidad y dicen, por ejemplo, que van a dirimir las candidaturas presidenciales en las PASO. Es decir, describen como una rutina algo que nunca antes sucedió. En las últimas presidenciales, cuando se estrenaron, ningún partido usó las PASO para definir su candidato. Todos los candidatos presidenciales fueron escogidos previamente a dedo. Las PASO terminaron siendo un amistoso interpartidario.
Lo cierto es que un año y tres meses antes de la competencia formal que ahora se promete efectiva, la política argentina está girando en torno de la sucesión. ¿Demasiado temprano? El gobierno se enfada, asegura que los tiempos electorales se adelantaron. No es tiempo de hablar de candidaturas sino de gestionar, moraliza cada tanto algún vocero del oficialismo. La verdad es otra.
Mientras la continuidad fue virtud, al kirchnerismo se le hizo costumbre jugar hasta último momento con el misterio de la candidatura oficial. Sucedió en las vísperas de 2007 y de nuevo en las de 2011. Kirchner decía que quien viniera sería pingüino o pingüina. Todo el mundo entendía esa picaresca de baja sutileza, digerida con mansedumbre por el peronismo: las internas del Frente para la Victoria por la candidatura presidencial estaban restringidas al universo matrimonial. El revolucionario método de la alternancia de los cónyuges, único en el mundo, no tenía nada de democrático pero reducía la incertidumbre. En cambio ahora, viudez imprevista mediante y después de gobernar el país por once años, el kirchnerismo no tiene ni candidato ni mecanismo sucesorio.
Por cierto que está latente el dedo presidencial. Desde Urquiza (que determinó a Derqui) hasta Duhalde (padrino de Kirchner), pasando por Yrigoyen (Alvear) e incluso por algunos militares (Uriburu, que lo puso a Justo; Farrell, que le allanó el camino a su camarada y amigo Perón) unos cuantos presidentes se involucraron con eficacia en la sucesión. También hubo casos de signo negativo. Basta recordar que el golpe del 43 fue motivado por el disgusto militar con el candidato que quería imponer Castillo (Robustiano Patrón Costas) mediante fraude en las presidenciales de 1944; o que Menem al final de su década colaboró para que el candidato de su partido Duhalde no ganara.
Pero pese a la casuística ningún favorito de Cristina Kirchner ha sido hasta ahora ventilado. El carácter ultrapersonalista del kirchnerismo, una especie de partido de Estado que nunca permitió que asome, con poder, ningún jefe extramatrimonial, es lo que complica la herencia. El kirchnerismo no perfila un candidato a la sucesión porque no puede, no porque no quiere ni por respeto a un supuesto cronograma parsimonioso. Y no puede porque es víctima de su propia decadencia, lo corroe una brecha cada vez mayor entre la realidad y su relato, pero sobre todo porque la concentración de poder en un Kirchner está en su esencia.
Tal como lo viene mostrando el desmadre de la Venezuela postchavista, los liderazgos fuertes casi siempre son intransferibles. Cristina Kirchner quizás tenga presente, también, un antecedente local, si es que lo entendió: el fracaso de la receta montonera Cámpora al gobierno, Perón al poder, que degeneró en la emancipación e inmediata caída del Tío por un golpe de palacio.
Aun en la hipótesis de que la Presidenta terminase bendiciendo al sopapeado Daniel Scioli y éste, que es el decano de los políticos taquilleros, llegara a presidente, ¿acaso puede pensarse que el suyo va a ser visto como un cuarto mandato kirchnerista?
El problema, en todo caso, no es que la pelea presidencial empezó demasiado temprano sino que las primarias podrían llegar demasiado tarde. Así está diseñado el sistema sistema que, conviene repetirlo, nunca se probó, con apenas setenta días entre la selección de los candidatos presidenciales y la elección general. ¿Seguirá el kirchnerismo, que ahora reverencia la democracia interna, sin definir candidato hasta el 9 de agosto de 2015? ¿Y en el flamante Frente Amplio, subsistirá el concubinato de precandidatos presidenciales durante un año y tres meses? ¿Qué hará Massa, de quien está de moda en los cenáculos políticos decir que si va a las primarias sin contrincante se suicida políticamente porque no tendrá atractivo para los votantes?
La articulación de política y sistema electoral es una fábrica de dudas. Pero si fuera cierto que todo el problema pasa por lanzamientos tempraneros habría que preguntarse por qué razón un gobernador arrancó con un acto en el hotel Panamericano su cruzada presidencial dos años y cuatro meses antes de las elecciones de 2003. Fue el 15 de diciembre de 2000. Todavía ni siquiera había colapsado el país. Era Néstor Kirchner.










