

Al final de esta semana, terminará el calvario judicial y político que el fiscal José María Campagnoli debió enfrentar durante un año. Su pecado fue haber investigado al empresario kirchnerista Lázaro Báez y meter sus narices en la compleja arquitectura de los bienes de la familia Kirchner. Sólo eso bastó para que le iniciaran un polémico juicio político y enviaran a sus empleados a distintas dependencias judiciales pero separados, como si fueran desterrados.
Pero el viernes próximo caerá el juicio político sobre Campagnoli porque vence el plazo, sin que las acusaciones de irregularidades sobre el manejo del caso Báez pudieran ser probadas. Su equipo también volvió a las oficinas de la fiscalía de Saavedra, donde siempre trabajaron. Y hasta recibió garantías de la Procuradora General de la Nación, Alejandra Gils Carbó, la jefa de los fiscales, que ha dejado de ser una funcionaria judicial para convertirse en una militante de las peores iniciativas oficiales para intentar someter a la Justicia al arbitrio de los designios políticos.
Será una buena noticia. La Argentina necesita volver a confiar en sus instituciones. Y si bien la reincorporación de Campagnoli a la actividad puramente judicial no es el fin de todos los males, es un paso adelante en la reconstrucción institucional que todavía se debe el país sin destino.













