Protocolos: una obligación moral de solidaridad
La guerra contra el enemigo invisible de la pandemia tiene un solo escudo defensivo y es el de los protocolos de prevención. Como se ha demostrado, es un deber individual de cada sujeto en particular, de la familia, de la sociedad, bajo la dudosa eficiencia del deber in vigilando del Estado nacional provincial y municipal, a través de sus medios sanitarios, policiales y de contralor. Todo ello bajo el imperativo del plexo normativo que impone a la sociedad una conducta específica frente a la fuerza mayor generada por el COVID-19.
Quien no adopta todas las medidas posibles para evitar el contagio no solo obra contra sí mismo y en directo perjuicio de su familia y allegados, sino que además, ahora se convierte en un cómplice del enemigo, al operar por culpa o por dolo, de convertirse en un agente propagador del virus.
Algunos actos absurdos de soberbia e irracionalidad lo demuestran. Novak Djokovic, el tenista número 1 de la ATP, hizo alarde y se pronunció en contra de las medidas de prevención y de la vacuna obligatoria, y a los pocos días dio positivo al Covid y debió retirarse temporariamente del circuito profesional. A contramano de lo que indica la prudencia, en el torneo de Belgrado, Djokovic no dudó en subir a sus redes sociales imágenes de varias reuniones multitudinarias, lejos del distanciamiento social lógico en este momento; y tampoco se lo vio con tapabocas. Incluso, hasta difundió varias imágenes y videos de un partido de fútbol en la que no faltaron abrazos y apretones de manos, y de una fiesta privada nocturna, en la que varios tenistas se mostraban bailando y cantando juntos, como en tiempos 'normales' no tan lejanos.
Mientras varios deportes se disputan sin público en las tribunas, Djokovic convocó a miles de espectadores en su show; con el aval de las autoridades de su país, como se lo reconoció oficialmente. Todo al revés de los protocolos sanitarios conocidos en todo el planeta, lo que representó una ola de contagios en serie entre los deportistas, sus colaboradores y el público en general.
La observancia de los protocolos, desde los actos privados en el domicilio del sujeto, los que importan a la sociedad al circular por la vía pública o en el trabajo, los que comprometen a la comunidad en el transporte público o privado, en los lugares comunes, en los centro de salud, y en los lugares de descanso o de recreación, es un deber de conducta que atañe al individuo, impuesto de una obligación moral, y a la vez del cumplimiento del deber de buena fe.
El deber moral es, en rigor, la presión que ejerce la razón sobre la voluntad, frente a la exigencia que impone un valor determinado . Los valores son por ejemplo la honestidad, la lealtad, la identidad cultural, el respeto, la responsabilidad, la solidaridad, el amor al prójimo, la tolerancia, la sinceridad, la gratitud, la laboriosidad, la transparencia, la mayoría de ello resultan fundamentales para convivir pacíficamente en la sociedad.
El deber moral, por ende, está lejos de ser una presión originada en el principio de autoridad del Estado, o en la sociedad, o en el inconsciente, o en el temor al castigo.
La obligación moral no es la obligación que se siente por la presión externa, ni mucho menos ese tipo de acción psíquica originada por el inconsciente. La base de la obligación es la razón frente a un valor determinado.
El deber moral no solo se establece en el plano subjetivo, sino que también lo hace en el plano objetivo, ya que, la ley es la expresión de un valor originada en la razón, en el deber ser.
Esta insito en la misma ley la cualidad de producir en el sujeto, que se guía por su recta razón, el sentimiento de obligación, en base a la conducta debida en sociedad. De allí deviene la obligatoriedad de la ley, como norma o regla de conducta, propiedad típica y que se deduce a partir del valor expresado por ella.
En otras palabras: la persona, con su razón, trasciende al plano de los hechos y percibe el valor de las leyes, con esto la misma se impone una obligación o exigencia de tipo racional, sin menospreciar al libre albedrío y su autonomía. Pero la inteligencia presiona, sin suprimir el libre albedrío, (del latín arbitrium, luego arbiter), o sea la libre elección es la creencia de las doctrinas filosóficas según las cuales las personas tienen el poder de elegir y tomar sus propias decisiones.
Se trata pues, de una exigencia propia de la razón, fundamentada en un valor objetivo, pero nacida en lo más íntimo y elevado de cada persona: su propia razón. Por lo tanto, la obligación moral es autónoma y a la vez compatible con el libre albedrío. Es una obligación cuya ejecución no se puede exigir judicialmente, ya que no impone al obligado sino un deber de conciencia.
En cuanto al principio de buena fe, (del latín, bona fides) es un deber de conducta que le impone al sujeto la consigna de obrar, hasta con prescindencia de las leyes, como debería actuar una buena persona.
En el derecho romano el obrar ex bona fide era el deber principal del pater familiae que debía actuar como lo haría un buen padre de familia. Luego, se transformó en el derecho comercial con el buen comerciante, el buen hombre de negocios, y en el derecho laboral con el buen trabajador y el buen empleador.
El uso de los medios de protección, de sanitización, y de esterilización del virus, debe estar acompañado de una conducta tutelar de integrada a todos los que nos rodean, por ahora, donde la conducta esperada se transforma en actos colectivos, como único recurso preventivo eficaz.
Si sabemos que la lucha contra la pandemia recién comienza, y deberemos convivir con ella hasta que lleguen la medicina curativa y las vacunas preventivas, entonces el respeto por los protocolos, es un deber moral contestes con el principio de buena fe, y depende nada más y nada menos de que cada uno de nosotros sea solidario consigo mismo y con su prójimo previniendo, amortiguando, o neutralizando los riesgos del contagio.
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