

El respeto al Papa en Estados Unidos quedó confirmado cuando habló frente a una multitud en el Independence Mall de Filadelfia. Apoyó su discurso en un atril de 200 años que sólo había sido usado por Abraham Lincoln. Ese atril estaba en un museo y se lo ofrecieron a Francisco en homenaje a su personalidad y a su programa político. Fue un hecho inédito que coronó una gira histórica para el Papa y los millones de ciudadanos alrededor del mundo que pretenden cerrar las asimetrías económicas, ayudar a los refugiados, frenar las guerras y evitar que el planeta desaparezca por culpa del cambio climático.
Francisco desplegó su perspectiva geopolítica en la Casa Blanca, el Capitolio y las Naciones Unidas. El Papa pidió por los refugiados, los inmigrantes y los pobres y exigió que terminaran las guerras y que el capitalismo sea inclusivo. Recibió aplausos, fue tapa de todos los diarios del mundo y obligó a una reflexión global respecto a una agenda ecuménica que incluye a todos los hombres y mujeres, a todas las religiones y a todas las etnias.
El Papa demostró en Estados Unidos que es un líder global con capacidad de conmover en la Casa Blanca y en las calles de Filadelfia. Su discurso impacta en la gente común y en los representantes de la clase política. Raúl Castro estuvo en todas las misas que dio Francisco y Barack Obama lo recibió en Washington y lo despidió en New York. Nunca se vio semejante similitud gestual en presidentes que tienen distintas formaciones ideológicas.
Francisco citó a Lincoln, recordó a Luther King, recitó al Martín Fierro, instó a la libertad religiosa en La Habana, reclamo cambios al Consejo de Seguridad cuando habló en la ONU, pidió que se termine la venta de armas en el Capitolio, ordenó a los obispos que persigan a la pedofilia en la Iglesia y demandó un trato igualitario para los inmigrantes y refugiados.
Esta hoja de ruta, que cuestiona todo el andamiaje del poder mundial, fue aplaudida por los políticos, reconocida por los medios de comunicación y agradecida por los millones de ciudadanos que siguieron al Papa por La Habana, Holguín, Santiago de Cuba, Washington, New York y Filadelfia.
En Cuba, Francisco demostró su capacidad para acercar posiciones y tragar sapos. Hubiera querido una reunión con las Damas de Blanco, hubiera deseado visitar a los presos políticos, pero el Papa no quiere que en la Isla se dispare un proceso similar al ejecutado durante la Primavera Árabe. Optó por una transición lenta, un soft landing, que dependerá de la sociedad cubana, de Castro y de la ayuda política que pueda ofrecer Obama desde la Casa Blanca.
En Estados Unidos, los desafíos eran diferentes. Una facción conservadora aguardaba agazapada en Washington y New York. Había asegurado que Francisco era comunista, estaba a favor del aborto y perseguía la destrucción de la Iglesia. El Papa contestó en su discurso en el Capitolio: defendió la vida, reclamó un capitalismo inclusivo y defendió el denominado sueño americano.
Ya cansado por el trajín demoledor, en Manhattan redobló la apuesta y fijó en Naciones Unidas una agenda multilateral que conmovió a las potencias mundiales. Francisco defendió a la diplomacia y rescató a la ONU, pero exigió un cambio de estructura en el Consejo de Seguridad, apoyó el acuerdo nuclear con Irán, pidió que terminaran las guerras y que se ataque sin piedad al narcotráfico.
Con todo, el Papa no perdió de vista que es un pastor religioso. Sus misas en la Plaza de Revolución en La Habana, en Saint Patrick, en el Madison Square Garden y en el Seminario Charles Borromeo de Filadelfia, fueron piezas oratorias que exhiben su modernización en el discurso eclesiástico.
Francisco habló en Cuba y Estados Unidos, y le habló a la sociedad global. Quedó ratificado su peso como estadista mundial, aunque su rol institucional lo ciña oficialmente al Vaticano y a la Iglesia Católica. En estos momentos, cuando todo tiende a la fugacidad, parece que el mundo ha cambiado para siempre.













