

Brasil es la novena economía del mundo, aunque de un tiempo a esta parte perdió terreno. Esto no sería un problema si la carrera fuera entre competidores en ascenso, aunque no es el caso. Pero, “sucedieron cosas . Primero, estalló el crack global de 2008. Más tarde, el Lava Jato desató una crisis política e institucional que devastó la confianza de los mercados.
Más tarde sucedió la destitución de la presidenta Dilma Rousseff a través de un dudoso juicio político y finalmente tuvo lugar la condena del expresidente Lula Da Silva a 12 años de prisión por un caso de coimas. Así, el país quedó fragmentado y huérfano de representación.
En el medio, entre 2015 y 2016, el PBI cayó más del 7,2%, lo que disparó el desempleo y la pobreza. El nuevo presidente, Michel Temer, surgido tras el impeachment, llevó adelante reformas de fondo con un sesgo “promercado para ordenar una economía que nunca se recuperó del todo. Aunque contaba con una alianza parlamentaria fuerte, padeció el rechazo popular.
Así llega Brasil a las elecciones del 7 de octubre: con una clase política desprestigiada, con Lula preso y sin posibilidades de presentarse a comicios, aunque es el “presidenciable con mayor apoyo popular, con un candidato de extracción militar -Jair Bolsonaro, que representa a la ultraderecha más reaccionaria-, punteando los sondeos preelectorales y con una pléyade de postulantes sin consenso entre la población. Quien venza deberá remontar dificultades, comenzando con la falta de representatividad y con una economía que, en momentos en los que comenzaba a dar algunas señales de reacción, fue atacada por la deserción de los capitales globales de los mercados emergentes, que padecen el alza de las tasas de interés de la Reserva Federal de EE.UU., la crisis argentina, y la caída de los precios de las commodities, a caballo de la guerra comercial desatada por Trump.
Lo que deja Temer
Cuando Temer llegó a la presidencia, en agosto de 2016, Brasil completaba el ciclo recesivo más profundo de su historia que disparó los niveles de desocupación al 13% y multiplicó la pobreza. Su gobierno inició un proceso de reformas con el objetivo de volver más competitiva a la economía brasileña. Pero el escaso apoyo popular a su figura -que no escapó de los coletazos de las investigaciones por corrupción y de los rigores de la crisis- impidió que pudiera acelerar el proceso. La elección del próximo mes llega con este proceso inconcluso.
Entre las leyes que el Parlamento sancionó figuran dos centrales: la ley de tope del gasto público (congela las erogaciones del Estado por 20 años) y una reforma laboral (incluye negociaciones salariales por empresa, límites a la litigiosidad, mayores posibilidades de tercerización y flexibilización de los despidos). En el camino quedó la reforma previsional, con la que se intenta disminuir el costo fiscal de jubilaciones y pensiones, y algunas privatizaciones, entre ellas, la de la firma de energía eléctrica más grande de América latina, Eletrobras.
Este proyecto económico es uno de los ejes de la campaña. Entre las opciones de izquierda, con Fernando Haddad, Marina Silva y Ciro Gomes se amenaza con desarmar buena parte de este paquete de leyes.
Hay opciones continuistas, pero sus candidatos naufragan en el intento de seducir a los votantes. Esta orfandad en el campo de la centroderecha da aire a Bolsonaro. Aunque genera temores por su desprecio ante la institucionalidad y su postura extremista en temas sociales, es el único con posibilidades de triunfo que se esfuerza por demostrar que continuará las reformas.
Entre la corrupción y la crisis económica
La irrupción en el escenario político del candidato ultraderechista y la fortaleza política de Lula es todo un síntoma del estado del debate.
El candidato del PSOL, herido en un atentado en plena campaña, se muestra como un duro en la lucha contra la corrupción y contra la inseguridad urbana. El Lava Jato, que reveló un entramado de corrupción entre el Estado y las empresas contratistas que llevó ante los estrados a cientos de funcionarios y políticos de todo el espectro partidario brasileño, generó en la población una percepción de corrupción generalizada, pero sobre todo de desconfianza en la clase política.
Con varios empresarios y políticos presos, la sensación de corrupción medida por Transparecia Internacional dejó a Brasil en el puesto 96, cuando en 2014 estaba 69°. Según Bruno Brandao, representante de TI en Brasil, eso ocurre porque muchos de los factores estructurales de la corrupción siguen inalterados. Es decir, no hubo una respuesta sistémica para frenarlo. Así, Bolsonaro gana adeptos por ser un “outsider de la política que no representa a la tradición partidaria.
En el otro extremo, el expresidente Lula se muestra como una víctima de una persecución que -denuncia- funciona como una venganza por haber realizado un gobierno populista. Sin embargo, la memoria colectiva recuerda que cerca de 50 millones de personas salieron de la pobreza. El Partido de los Trabajadores conserva algo de apoyo popular que puede resultar en el triunfo de Haddad. Aunque con un nivel alto de rechazo entre la población, consecuencia de que ese partido fue el más golpeado por el Lava Jato. La incógnita es si el nuevo candidato podrá atrapar los votos de Lula.
La disputa se plantea entre dos opciones: la primera, encarnada por Bolsonaro, es la esperanza de un futuro sin corrupción, aunque no se sepa bien qué significa eso en otros aspectos de la vida del país, y la segunda -liderada por Haddad- es el regreso de un pasado mejor donde la economía marcaba rumbo de prosperidad, aunque no se tenga en claro cómo se hará. En este debate las que perdieron fueron las opciones de centro y centroderecha, atrapadas por la corruptela entre sus filas y por la crisis económica que el gobierno de coalición que conformaron las huestes de este espacio no pudo terminar de resolver.
El partido de la Social Democracia Brasileña, que presenta a Geraldo Alckmin, corre el riesgo de hacer la peor elección de su historia. Al partido de Gobierno le va peor: Henrique Meirelles casi no figura en las encuestas. Por la centroizquierda las cosas no van mejor. El socialdemócrata Ciro Gomes y la ambientalista Marina Silva quedan entrampados en las generales de la ley de desconfianza en la política.
La elección parece dirigirse hacia un choque de extremos, más fruto del enojo de la sociedad que del convencimiento sobre el proyecto político que representan Haddad y Bolsonaro.














