La cuestión del voto en blanco y de la obligatoriedad del sufragio adquieren, en épocas preelectorales como las que vivimos los argentinos, una relevancia singular.

Cuando los profesores de derecho constitucional explicamos que el voto es obligatorio, decimos que lo es porque así lo establece el ordenamiento jurídico de nuestro país, desde 1912 a través de la llamada Ley Saenz Peña, y a partir de 1994 por disposición constitucional. Hasta allí la respuesta es estrictamente legal o normativa. Pero analizando un poco más a fondo la cuestión, se trata de resolver si está bien que la Constitución obligue a los ciudadanos a votar; y si está bien votar en blanco. Aquí es cuando aparece el perfil filosófico del debate.

Los países que han elegido la democracia como forma de gobierno, saben que no hay manera de conducir los destinos de una Nación si el poder del que el pueblo es titular, no es entregado, en préstamo, a unos pocos integrantes del mismo para que gobiernen.

No existe en el mundo un Estado en el que se practique la democracia directa, sin gobernantes. La única democracia posible es la representativa, es decir, aquella en la que el pueblo elige a un grupo de gobernantes que, en su representación, conduce los destinos de la Nación.

Queda claro, entonces, que ello no ocurre sino por necesidad. Sin embargo, los pueblos que quieren gozar de los beneficios que conlleva un sistema democrático integral saben que la democracia es la única alternativa, así como también que la única democracia posible es la representativa.

Si por lo tanto el pueblo quiere vivir en ese régimen político, por considerar que es el que le ofrece más beneficios, no puede desentenderse de las obligaciones que él requiere para su subsistencia. Luego, para sostener un sistema de gobierno democrático, es necesario elegir gobernantes, y el instrumento válido para hacerlo es el voto.

Votar es, en consecuencia, independientemente de una obligación legal, un carga pública que la democracia nos requiere para existir. De la misma manera que no nos preguntamos si corresponde o no pagar impuestos tampoco debemos preguntarnos si corresponde o no que el voto sea obligatorio. Debemos concentrar nuestra discusión, en todo caso, en cuál es el mejor sistema electoral, en qué candidato es el más o menos apto para gobernar, en qué propuesta es más viable; pero nunca deberíamos poner en duda nuestro aporte obligatorio para que la democracia sea posible.

Así como tenemos el derecho de votar porque vivimos en democracia, por vivir en ella tenemos también la obligación de hacerlo. Ahora bien, siendo obligatorio votar, puede ocurrir que un ciudadano, a la hora de hacerlo, llegue a la conclusión que ningún candidato lo satisface o que ninguna propuesta le es lo suficientemente convincente. Frente a este panorama, como no puede no votar, decide hacerlo por nadie, es decir en blanco.

Si bien desde un punto de vista formal podríamos decir que ese ciudadano está cumpliendo con la Constitución, porque cumple con el acto obligatorio de ir a votar, la realidad es que, al negarse a elegir gobernantes está lesionándola. Por lo tanto, siendo muy clara la voluntad del constituyente en el sentido que sólo ellos pueden gobernar en nombre del pueblo, cuando un ciudadano vota en blanco impide que el sistema democrático representativo dispuesto por la Constitución pueda mantenerse en funcionamiento.

Si por vía de hipótesis todo el cuerpo electoral votara en blanco, se presentaría un serio problema institucional: ¿quién gobernaría? Como la gente no ha querido votar a alguien, lo que ha decidido es que nadie gobierne. Nos preguntamos: ¿qué pasaría con la democracia?, ¿no se pone en peligro al sistema institucional creado por la Constitución?

Quien frente a una elección considere la posibilidad de votar en blanco, tiene que analizar los interrogantes planteados y básicamente preguntarse ¿qué ocurriría si todos hiciéramos los mismo?

Tenemos hoy la suerte de vivir en democracia, en una democracia que ha sufrido pero que va recuperando su salud gracias a la permanencia. En este sistema es fundamental entender que el sufragio no sólo es un derecho propio de quien vive en él, sino también una obligación constitucional y fundamentalmente una función pública que cada ciudadano en condiciones de votar debe ejercer para mantener al motor de la Constitución y del sistema representativo en marcha, en esa marcha que cada vez que se detuvo, generó a los argentinos serios dolores de cabeza.