

La presidenta electa de Brasil, Dilma Rousseff tiene puntos de vista diferentes a los de su predecesor, Lula da Silva. Esas posiciones están en, al menos, en cuatro áreas: política externa, equilibrio fiscal, empleados públicos y agencias reguladoras. Aunque su programa, en general, es una continuidad.
En el área fiscal, Rousseff disiente del rumbo que tomaron las cuentas públicas en los últimos dos años, cuando el gobierno de Lula disminuyó drásticamente el superávit primario (concepto que excluye los gastos con intereses de la deuda). La presidenta electa reconoce que parte de esa reducción fue consecuencia de la crisis financiera internacional, pero no acepta la idea de que el sector público funcione más allá de sus posibilidades.
Para dejar claro su compromiso con el equilibrio de las cuentas públicas a mediano y largo plazo, pretende anunciar el objetivo de reducir la deuda pública líquida a 30% del Producto Bruto Interno (PBI) en 2014.
Actualmente, esa deuda equivale a 42% del PBI. Para reducirla al 30% en cuatro años, el gobierno tendrá que aumentar el superávit primario a 3,3% y 3,5% del PBI. El año pasado el resultado fue de 2% del PBI y este año puede alcanzar el 3,3% gracias a la anticipación de los ingresos de la futura exploración de petróleo pre-sal.
La presidenta electa tiene otra obsesión en el área fiscal: quiere mantener la evolución de los gastos corrientes por debajo del crecimiento del PBI. Pero Rousseff no hablará públicamente sobre la necesidad de ampliar el superávit primario por razones políticas quiere evitar problemas principalmente con el PT. Por eso, apelará al recurso de anunciar una meta de deuda.
“Hicimos el ajuste fiscal cuando lo necesitamos. Hoy estamos en una situación en que no precisamos hacer un ajuste como en 2003, pero eso no quiere decir que no tengamos la obligación de controlar el gasto público , dijo antes de la campaña.
Al contrario de Lula, Rousseff también se preocupa con los gastos que afronta el gobierno con sueldos de empleados públicos y jubilados estatales. Considera que Lula tenía razón cuando decidió recomponer los salarios del sector, pero cree que llegó la hora de colocar un freno en la evolución de ese gasto, por lo que activará su base de apoyo en el Congreso para aprobar un proyecto de ley que limita la evolución de esos gastos en los próximos diez años.
Con respecto a la política externa, Rousseff desaprueba la acción de Lula y de Itamaraty (Cancillería brasileña) en Medio Oriente, especialmente la aproximación con el líder de Irán, Mahmoud Ahmadinejad. Y rechaza además la política hacia Estados Unidos y Europa. En los últimos dos años, incentivado por el ministerio de Relaciones Exteriores, Lula se alejó de EE.UU. Pero mantendrá otros aspectos de la política exterior, particularmente la búsqueda de una cooperación Sur-Sur y la integración sudamericana.
Otro tema es el de las agencias reguladoras. El actual presidente terminó con la independencia de las agencias, nombró políticos sin calificación técnica para comandarlas, e interfirió en sus decisiones. Rousseff sabe que tendrá que aceptar las indicaciones de partidos aliados, pero tomó la decisión de que los afiliados políticos tendrán que estar preparados para asumir esos cargos. La independencia de las agencias es una condición básica para la estabilidad de las reglas. Como Brasil se prepara para realizar significativos gastos en infraestructura, la presidenta electa quiere asegurar un ambiente de negocios favorable a los inversores.
Otra obsesión de Rousseff es el aumento de inversiones no sólo del sector público, sino también del privado. Quiere reducir drásticamente la tasación de las inversiones, que en Brasil llega al 20%, mientras en los principales países ricos y en desarrollo varía de 5% a 7%. La idea es crear mecanismos para incentivar el ahorro a largo plazo y, de esa forma, también el crédito de largo plazo. Su objetivo es además aliviar al Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), que hoy responde por más del 20% de todo el volumen de crédito del sistema.










