Existen dos marcas indiscutibles que describen y sintetizan, con una gran y lamentable claridad, el año parlamentario de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación que llega a su fin: la discrecionalidad y el abuso. Ambas muestran las dos caras de una realidad propia de un Estado que se aleja cada vez más del sendero de las instituciones.
Los números hablan por sí solos: del total de sesiones en las cuales se debatieron y aprobaron proyectos de ley, el 81% fueron especiales y no ordinarias. ¿Cuál es la diferencia entre una y otra? Las segundas son la regla: en ellas se tratan todos los temas que fueron estudiados por las comisiones especializadas de la Cámara; mientras que las primeras constituyen la excepción: el reglamento las prevé para aquellos casos en los cuales debe discutirse algún proyecto (o proyectos) en particular.
Este punto no sólo implica una violación del reglamento, sino que en la práctica significó que no fueron debatidos en el recinto otros temas distintos de los que propuso el oficialismo. Ante la inacción de convocar a sesiones ordinarias, la oposición se vio forzada a convocar sesiones especiales para tratar algunas de las cuestiones centrales en nuestro país: impuesto a las ganancias, derogación del Memorándum con Irán, despidos y suspensiones, etc. Todas ellas, fracasaron, en tanto el oficialismo negó el quórum. En últimas, el recinto no fue testigo de los debates que más preocupan a la sociedad argentina.
Lo mismo sucedió con una de las leyes más importantes del último siglo: el Código Civil y Comercial, cuya sanción fue llevada a cabo violando el procedimiento y el reglamento de la Cámara. El resultado de estas acciones es la futura entrada en vigencia de un Código, que deberá regir todos los aspectos de la vida de los argentinos durante décadas, viciado de legitimidad democrática y constitucional.
Por lo demás, el común denominador fue la total carencia de un verdadero debate, entendiendo por debate un intercambio de ideas donde las partes involucradas se disponen a presentar las propias, a persuadir y ser persuadidas. Ello así, en tanto el oficialismo propuso iniciativas a libro cerrado. Los pocos cambios aceptados fueron propuestos por su propia bancada (todos ellos, cosméticos). Todas las iniciativas, sin diferenciar la relevancia de uno u otro proyecto, fueron sancionadas en tiempo récord, y en la gran mayoría de los casos sin que se respeten los plazos establecidos en el reglamento.
Finalmente, las dos cuestiones a destacar como positivas son un tanto agridulces. Por un lado, la presencia regular del Jefe de Gabinete de Ministros, en cumplimiento formal del art. 101 de la Constitución Nacional fue, en los hechos, una obra de teatro en la cual su principal (y único) actor, pronunció soliloquios que nada tienen que envidiarle a Lope de Vega. Por el otro, el hecho de que se hayan superado por más del doble las sesiones del año 2013 se ve inevitablemente opacado (por no decir, anulado), por la total carencia de un debate.
El Poder Legislativo no fue pensado como una agencia burocrática por la cual transitan expedientes que ingresan como proyectos y egresan como leyes, sino como un foro de discusión, debate y deliberación; y como un espacio republicano para el control de los actos de gobierno. Ninguno de estos roles fue honrado en el transcurso de este año.