

En el mundo de hoy, la tecnología es poder. Sólo así puede entenderse el impacto global que la muerte de Steve Jobs provocó desde el miércoles a la noche, cuando se supo que su cáncer de páncreas lo había vencido tras siete años de lucha desigual. Esta crónica fue escrita en un avión, a diez mil metros de altura entre Washington y Miami, en una laptop MacBook, y los apuntes previos fueron escritos y guardados en la memoria imbatible de un celular iPhone. Es apenas un ejemplo de la influencia que los hallazgos de Jobs vienen teniendo en la vida de los ciudadanos del planeta.
Pero es justamente en los Estados Unidos donde Jobs es considerado el último héroe americano. Ayer, los noticieros de todas las cadenas de televisión dejaron el caso de Amanda Knox (una joven de Seattle, acusada en Italia de asesinar a una compañera de habitación junto a su novio que llevaba cuatro años presa y fue declarada inocente el martes) y se concentraron en seguir las consecuencias de la muerte del creador del mundo Mac, el iPod, el iPhone y el iPad, los íconos más adorados de la revolución tecnológica. El dolor de su esposa Elsie. El temblor de las acciones de Apple. Y hasta la reacción del presidente Barack Obama, quien dejó por un rato la crisis económica para elogiar al gran Steve. Los mensajes llovían en twitter y la tele reproducía las frases emocionadas de 140 caracteres de Ashton Kutcher, Eva Longoria y Jimmy Farrel (una de las estrellas de la trasnoche televisiva), sólo para citar algunas de las estrellas del imperio que se rendían a la memoria del alma mater de Apple Inc.
El respetado The Washington Post comparaba los cambios protagonizados por Jobs y por Bill Gates en las últimas décadas a través de la computación con los que produjeron Henry Ford y por John D. Rockefeller al impulsar la producción de autos en serie y la extracción masiva de petróleo en la Standard Oil en el comienzo del siglo pasado. ¿Exagerado? A algunos podrá parecerles un exceso semejante homenaje a un empresario innovador pero hay que entender el momento especial que vive EE.UU. para apreciar el fenómeno Jobs en toda su dimensión. Steve fue el que planeó que el primer aviso publicitario de la Macintosh en 1984 se emitiera durante la final de un Super Bowl y lo filmara Ridley Scott, aquel de Blade Runner. Desde aquellos comienzos, le viene apuntando a lo más hondo del espíritu americano.
La cuestión en estos días es que la sociedad estadounidense tiene miedo. Tal vez, nunca haya tenido tanto temor en doscientos años ahora que su poderío económico está amenazado por esta crisis financiera que no termina de encontrar su piso. Ni siquiera los atentados del 11 de setiembre con su secuela de terror tocaron tanto sus fibras más íntimas. Sus industriales tienen miedo de perder la carrera tecnológica con los japoneses, los coreanos, los indios o los escandinavos. Sus economistas tienen miedo de volver a recetar planes económicos que no solucionen sus problemas y hasta que puedan agravarlos. Y sus dirigentes políticos tienen miedo que la combinación inquietante surgida de la debilidad de Obama y la radicalización del Partido Republicano aceleren el cambio más temido. Ese que apareció en un informe reciente del FMI avisando que, si se miden mano a mano los PBIs, la primera potencia económica del planeta a partir de 2016 será China y ya no EE.UU.
Por eso, es que Steve Jobs les había devuelto una esperanza. Esos locales blancos con la manzana como insignia se han convertido en la meca de los jóvenes de este siglo mucho más que los Mc Donalds. Los Apple Store ya están en todo el mundo pero brillan especialmente en los Estados Unidos. Puro vidrio y diseño en Nueva York, justo donde comienza el Central Park. Con el glamour bien latino de la calle Lincoln en Miami o en la cuadra más cool del barrio Georgetown en Washington. Siempre repletos, con la tecnología Mac a precios de clase media alta pero tan al alcance de la mano para tocarlos, para probarlos, para desearlos y para que la crisis les dé un respiro a esos chicos prósperos que sólo piensan en tener su iPod.
La prensa los entrevista en la puerta de los Apple Store. Los jóvenes lloran frente a las cámaras y le agradecen a Jobs alguna anécdota personal de esa nueva religión llamada tecnología. En la vereda de uno de esos templos se amontonan velas, frases de recuerdo y asoma la cara sonriente de Steve impresa sobre la pantalla de un iPad. Todo un símbolo de esta modernidad golpeada por la muerte. Es que el gurú los dejó para siempre y los desolados estadounidenses tienen miedo que con su partida también se haya ido un pedazo demasiado importante del sueño americano.










