“La violencia no distingue género, orientación sexual, etnia y/o país de residencia”, 8 de cada 10 personas en Argentina están de acuerdo con esta frase.

Una afirmación que podría sonar igualitaria, pero que esconde un problema de base: la sociedad no logra reconocer la especificidad de la violencia que viven las mujeres por el hecho de serlo.

Este dato lo recupera y corrobora el Índice de Concientización sobre la Violencia hacia las Mujeres, realizado por Fundación Instituto Natura y la marca Avon. Paralelamente, la herramienta muestra que en Argentina el 87% de las mujeres atravesó alguna forma de violencia, pero 3 de cada 10 no la reconocen de manera espontánea como tal. Es decir, la atravesaron, pero no pueden nombrarla.

Solo en 2024, el Observatorio de Femicidios en Argentina “Adriana Marisel Zambrano”, de La Casa del Encuentro, registró 318 víctimas fatales por violencia de género (femicidios, femicidios vinculados y transtravesticidios), lo que equivale a una víctima cada 27 horas. Estos números se mantienen en niveles similares año tras año, lo que muestra que todavía estamos muy lejos de poder hablar de un descenso sostenido de la violencia: en los primeros diez meses de este año La Casa del Encuentro ya contabilizó 210 víctimas de violencia de género en Argentina. Los femicidios son, sin embargo, apenas la punta del iceberg: la manifestación más letal y visible de un entramado mucho más amplio de violencias cotidianas y estructurales que permanecen naturalizadas.

Poner en números estas experiencias permite dimensionar la magnitud del problema y hace visibles cosas que, de otro modo, quedarían dispersas en relatos de apariencia individuales. No se trata sólo de describir una realidad, sino de tener un punto de partida claro para definir prioridades, orientar recursos y revisar qué está funcionando y qué no en materia de prevención y atención de la violencia de género.

Por eso, cuando repetimos, tal cual, que “la violencia no distingue género”, corremos el riesgo de pasar por alto que la violencia contra las mujeres se sostiene en estructuras y desigualdades de poder muy concretas, visibles en las estadísticas y en lo que vienen señalando hace años los movimientos de mujeres. Si esa dimensión se omite, la violencia de género deja de ser vista como un problema estructural y complejo que requiere políticas, recursos y mecanismos de protección propios.

Lo central es que no se trata de un problema que pueda resolverse individualmente ni que deba recaer solo en quienes lo viven más de cerca. La violencia de género es una trama social y, justamente por eso, su prevención y eliminación también es una tarea colectiva. Implica revisar cómo nos vinculamos, cómo respondemos cuando algo nos inquieta, cómo acompañamos a quien la está atravesando. El Índice mismo nos muestra que las redes de apoyo cercanas son los primeros puntos de acompañamiento a los que recurren las mujeres en situación de violencia, incluso antes de acudir al circuito institucional.

Todas las personas tenemos un rol: escuchar, nombrar, no minimizar, acompañar, intervenir, creer. No se trata de señalar responsabilidades aisladas, sino de asumir que sólo cuando toda la sociedad se implica, la violencia empieza, de verdad, a retroceder. Mientras perfeccionamos los sistemas, leyes y recorridos institucionales necesarios, no podemos descuidar lo más elemental: la trama humana. Cada 25 de noviembre debe ser un recordatorio de esta tarea urgente, sin dejar de llamar a la violencia por su nombre los 365 días del año.