

Todos los procesos políticos tienen un fantasma que asusta el poder. Los Montoneros eran el fantasma joven del peronismo caótico y violento de los años setenta. El fantasma de Raúl Alfonsín fue La Coordinadora, aquellos jóvenes radicales que amenazaban con quedarse cien años gobernando la Argentina pero que no llegaron a seis. Carlos Menem y Fernando de la Rúa no tuvieron fantasmas reconocibles porque nunca asustaron al establishment. Y hoy es La Cámpora el fantasma de moda entre dirigentes políticos, gremiales y empresarios. El grupo entusiasta de jóvenes kirchneristas que ocupa unidades básicas, oficinas estatales y ahora bancas legislativas tiene un denominador común. El nombre de su referente, Máximo Kirchner, el personaje que más consultas y fantasías genera entre los habitantes de lo que la talentosa Beatriz Sarlo bautizó como Celebrityland.
n El Chico. Máximo K acrecentó su aura de asesor plenipotenciario el día en que murió su padre. Los funerales lo mostraron como apoyo fundamental de Cristina y registraron los gestos de conexión que el muchacho cruzó durante los tres días con los simpatizantes kirchneristas que se acercaron a despedir a su jefe. Entre los funcionarios se impone un respeto reverencial sobre la figura del heredero de los Kirchner y la mayoría prefiere no hacer comentarios que puedan trascender e incluso irritar a el chico o a el dos, las fórmulas preferidas del planeta K para mencionarlo por teléfono o por cualquier otro medio de comunicación a tiro de la SIDE.
La Cámpora tiene algunos dirigentes en ascenso (Mariano Recalde y Eduardo De Pedro presidiendo Aerolíneas; Andrés Larroque yendo al Congreso; Juan Cabandié insistiendo en la Legislatura Porteña) pero, aunque no está en ningún cargo, todos ellos reconocen la jefatura de Máximo Kirchner. A fines del año pasado, varios camporistas intentaron convencerlo para que fuera candidato a diputado nacional por Santa Cruz pero él prefirió ejercer su poder desde el perfil bajo que cultiva en la periferia de la Quinta de Olivos.
La muerte de su padre le dejó a Máximo muchas enseñanzas y algunos rencores. No le perdona a José Pedraza la muerte del joven Mariano Ferreyra en una emboscada sindical, hecho al que le adjudica parte de la preocupación que aceleró el final de Néstor. Y tampoco le perdona a Hugo Moyano un diálogo telefónico durísimo que el camionero mantuvo con Kirchner la noche anterior al ataque cardíaco en El Calafate. Los datos posteriores son contundentes. Pedraza está preso y la fiscal que lo investigó pasó a ser secretaria de Seguridad. Y Moyano, ya se sabe. Ve venir la noche sobre su liderazgo en la CGT y sobre su fortuna personal.
n Dilemas del establishment. Quienes no escapan a las intrigas sobre Máximo son los empresarios. ¿Es el joven Kirchner el que impulsa la radicalización económica de Cristina? ¿Fue él quién presionó para que el Grupo Techint tuviera que aceptar en su directorio a tres representantes de la Anses? ¿Mejorará o empeorará la relación del Gobierno con las empresas si un miembro de La Cámpora reemplaza a Guillermo Moreno en la secretaría de Comercio Interior? Industriales, banqueros y productores agropecuarios deberán convivir con esas incógnitas porque el hijo de la Presidenta no habla en público y los que escuchan sus definiciones políticas y económicas son apenas un puñado de kirchneristas de la estricta confianza de la familia.
El ADN que certifican aquellos que lo conocen, dice que Máximo K es un muchacho desconfiado de 34 años que no arriesga nunca definiciones brillantes pero que aprendió -junto a su padre y a su madre- a determinar rápidamente en qué dirección corren los ríos del poder. Fue él quién le aconsejó a su madre que designara en las listas sólo a candidatos de su confianza y que se desprendiera del abrazo del oso de los caudillos del parti do y de los gremialistas. Ese, dicen sus amigos, fue su primer acierto político realmente importante.










