Toda revolución industrial fue, en esencia, un salto termodinámico: un cambio profundo en cómo las sociedades convierten energía en trabajo útil. Hasta mediados del siglo XVIII, la humanidad valiéndose de la tracción a sangre, logró que el PBI por habitante creciera a razón del 0,2% anual a lo largo de la historia (Madisson Project).
Pero todo cambió cuando se produjo la primera revolución industrial, donde el vapor multiplicó la fuerza física del hombre. La segunda revolución, con la electricidad, la combustión interna y la producción en serie, redujo el costo marginal del trabajo, el transporte, y escaló la manufactura.
Ya la tercera revolución, la digital, transformó la información en productividad cognitiva. Hoy avanzamos hacia la cuarta gran ola: la materialización de la inteligencia, donde algoritmos capaces de aprender se integran con robótica avanzada, creando máquinas que no solo ejecutan, sino que perciben, razonan y actúan en el mundo físico.
Esta transición no es espontánea. Tiene un punto de inflexión concreto que fue el paper de Google de 2017, “Attention Is All You Need”, que dio origen a la Arquitectura Transformer (GPT). Ese avance permitió que la IA dejara de ser lineal y preprogramada para convertirse en un sistema que generaliza, interpreta lenguaje, resuelve problemas y escala capacidades. Por primera vez desde la máquina de vapor, aparece una tecnología que no solo multiplica la fuerza o la repetición, sino que multiplica la inteligencia aplicable.
Y cuando esa IA se une con robots capaces de moverse, manipular y operar sin intervención constante, ingresa un nuevo tipo de máquina a la economía global, que es una unidad productiva que combina músculo, sensores, reflejos, memoria y un cerebro que aprende. Es el nacimiento del concepto del “Embodied Intelligence” de Rodney Brooks (MIT), que explica la convergencia entre software y cuerpo, entre decisión, acción y autonomía.
No es ciencia ficción. Es industria pura y dura. Hoy en día, Amazon opera con más de un millón de robots que aumentan la productividad logística en un 45%. También Xiaomi es capaz de producir un automóvil cada 76 segundos con un tercio del personal de una planta estadounidense. En el caso de las grandes tecnológicas, estas no aumentan su plantilla hace tres años porque la IA ya absorbió buena parte de la programación de alto valor.
Ante esta dinámica, la discusión actual en Argentina sobre la reforma laboral parece ocurrir en otra dimensión temporal. Tengo la sensación de estar parado en la playa, viendo como el Tsunami que se avecina retira de forma violenta el mar de la costa, y nosotros discutiendo si con ajustar los remos de un bote alcanzaría para enfrentar lo que viene.
Nuestro marco laboral fue diseñado entre los años 30 y 40, para un país industrial fordista, de líneas de montaje y tareas repetitivas. Era un mundo donde la protección del puesto laboral, la estabilidad y la “estructura taylorista de roles” en las fábricas tenía sentido. Pero hoy, la IA y la robótica no reemplazan empleos “baratos” o “caros”, van a reemplazar tareas sin discriminar niveles de calificación. La sustitución es transversal y afecta al operario, al administrativo, al programador, al analista, al especialista y a profesiones que antes parecían inmunes.
La IA más robotización avanzada comienza a intervenir en servicios, logística, manufactura flexible, inspección, salud, seguridad y hasta tareas de interacción humana. La frontera del reemplazo se expandió y dejó de ser un fenómeno acotado a lo manual.
A esta disrupción se suma un factor estructural que Argentina no está procesando con la urgencia necesaria: su demografía. Con una población que envejece, menos jóvenes ingresando al mercado laboral y mayor costo de especialización, la curva de aprendizaje para entrar al mundo del trabajo se vuelve más larga y costosa. Los puestos de entrada van a ser automatizados. Es una tormenta perfecta con menos mano de obra disponible y más dificultades para formarla.
En este contexto, la discusión local entre “bajar costos” y “defender derechos adquiridos” queda desfasada. La realidad es que el Gobierno debe buscar una transformación aún más profunda del mercado laboral local frente a los desafíos que se avecinan. Y, por otro lado, observamos cómo el sindicalismo obsoleto y la oposición más retrógrada no están leyendo la magnitud de la ola que se viene. La propuesta de reforma laboral oficialista es muy buena, y corrige problemas reales, pero es una herramienta diseñada para un mundo que ya no existe.
Al igual que Asimov hace 80 años creó leyes para proteger a los humanos de los robots, nosotros hoy discutimos leyes que nos protejan del progreso, pero el riesgo ya no es ser dañados por la tecnología sino quedar excluidos de ella. El futuro exigirá flexibilidad para la adopción rápida de tecnologías que multiplican la productividad de cada trabajador.
El modelo que deberíamos estudiar está mucho más cerca de lo que creemos y es Singapur. Un país pequeño, sin recursos naturales, pero ultra competitivo que comprendió que la única defensa posible ante la ola tecnológica es surfearla, no regularla hasta paralizarla. Ellos además de flexibilizar la regulación laboral, discuten cómo recapacitar a toda su fuerza laboral de forma permanente. El programa “SkillsFuture” financia la actualización profesional obligatoria y continua, entendiendo que la productividad ya no vendrá del número de empleos, sino de la capacidad de cada ciudadano de complementarse con la tecnología.
En síntesis, nuestra discusión como sociedad debería anclarse en la pregunta: ¿tendrá Argentina trabajadores capaces de complementarse con la tecnología para aumentar su productividad? Porque la historia nos enseña que, o surfeamos la ola, o la ola nos pasa por encima. Y esta ola, al igual que un tsunami, no perdona rezagados.