Luego del proceso electoral de medio término, la conversación pública en el escenario político se ha vuelto monotemática: casi no hemos dejado de hablar de otra cosa que no sea el acuerdo con el FMI. Y ello es así porque no hay factor más determinante de la dinámica económica, y consecuentemente de la dinámica política, en el corto plazo que la forma en que se resuelva la negociación con el organismo para una reprogramación de los impagables vencimientos del acuerdo stand by firmado por Mauricio Macri a mediados de 2018.

Lograr un acuerdo con el FMI es una condición necesaria pero no suficiente para pensar el mediano plazo. Para tener una mayor certidumbre en el tiempo, hará falta conocer las características del eventual programa económico que surja de ese acuerdo, y luego ver el nivel de cumplimiento que el Gobierno logre de ese programa. En definitiva, y parafraseando la estrategia del Frente de Todos en 2019, con el acuerdo no alcanza, pero sin un acuerdo no se puede pensar si el sendero de recuperación post pandemia será vigoroso, genuino y sostenido en el tiempo.

De modo que el interrogante central para despejar la incertidumbre económica (y política) en el corto plazo, no es si se podría alcanzar un acuerdo o no con el FMI, sino qué programa económico surgirá de ese eventual acuerdo. O lo que es lo mismo, si ese programa será lo suficientemente consistente para tener éxito económico.

La respuesta a esa pregunta tiene una implicancia política absolutamente relevante, no solo porque definirá el sendero económico de los próximos dos años, sino porque también determinará las condiciones de competitividad con las que llegará la coalición de gobierno a la elección presidencial 2023.

El asunto es que el éxito económico del programa estará asociado al esfuerzo que se contemple realizar para corregir los desequilibrios que han venido limitando la posibilidad de que la economía genere inversión, creación de empleo y crecimiento genuino de la actividad económica. Y esa es la decisión política que tiene cruzada a toda la coalición gobernante y que plantea varios dilemas: ¿Un camino de corrección acelerada de los desequilibrios es socialmente viable?; ¿Un camino de corrección gradual de los desequilibrios tendrá éxito económico?; o finalmente, ¿En qué medida la viabilidad social de un eventual programa que se acuerde con el organismo condicionará el éxito económico que este tenga?

Todos esos dilemas son abordados desde una perspectiva también política. La evaluación política que el oficialismo esté haciendo de la discusión de un programa económico con el FMI es insoslayable. Dimensión que además está cruzada por el hecho de que la Coalición gobernante cree verse teniendo que negociar un acuerdo por un préstamo que fue dado para financiar la reelección de su rival político en 2019. La duda que surge es si esa evaluación política, sobre los esfuerzos por asumir en la negociación, se está haciendo con un correcto diagnóstico y un acertado proceder.

Es muy conocido en los estudios de economía del comportamiento, el denominado sesgo de aversión a la pérdida. Se trata de la tendencia que tienen los individuos a sobrestimar las pérdidas, es decir, a tener más en cuenta lo costoso de una pérdida, que el beneficio de una ganancia, teniendo ambos la misma magnitud. No sería extraño que en la evaluación política que se haga de los esfuerzos que se tiene que poner sobre la mesa para acordar un programa, el oficialismo caiga en la trampa de sobrestimar lo que se pueda eventualmente perder (achicar el gasto público), frente a lo que se pudiera ganar (menos inflación), cayendo en el sesgo de la aversión a la pérdida.

A modo de ejemplo, está bastante extendida entre economistas la idea que el Gobierno podría intentar ajustar el gasto público vía inflación. Se señala además que se trataría de una vía políticamente conveniente, ya que no se recorta el gasto, sino que se lo hace crecer por debajo de la inflación achicándolo. Si se toleran niveles de inflación elevados se podría, vía licuación del gasto, ir ajustando las cuentas públicas. Pero esa eventual estrategia cometería un error de diagnóstico al no identificar que la variable política hoy más sensible para el Gobierno es precisamente la inflación.

Si uno mira los datos de opinión pública, hace varios meses que la principal preocupación ciudadana es la inflación. En nuestro estudio nacional de este mes, esa preocupación llegó a su pico máximo de todo el ciclo del Frente de Todos: el 47,4% señaló que el principal problema que afecta al país es la suba de precios. Pero si nos circunscribimos a los votantes que votaron el Frente de Todos en las recientes elecciones, esa preocupación crece al 62,5%., siendo una preocupación aún dominante en ese segmento de votantes.

Ese dato no debería sorprender, si se tiene presente que quienes componen principalmente la base de apoyos del oficialismo, son los sectores de ingresos medios bajos y bajos, que además son los sectores con mayores niveles de informalidad. El promedio de nivel socioeconómico (NSE) de los radios censales de los circuitos electorales donde el Frente de Todos ganó con más ventaja, se ubican en el segmento D2 (penúltimo de la escala socioeconómica). Y si hay un sector vulnerable al aumento de precios es el sector de menores ingresos, y más aún si la persona se encuentra informalizada, es decir, sin cobertura paritaria contra la inflación.

En resumidas cuentas, la Argentina necesita un acuerdo con el FMI, pero en el fondo necesita un programa económico que sea exitoso en corregir los desequilibrio y permitir una recuperación económica genuina y duradera en el tiempo. Está claro que el Gobierno buscará tener el programa políticamente más viable, pero fuera cual fuere ese programa, deberá tener como objetivo prioritario bajar la inflación, la variable políticamente más sensible para el Gobierno del Frente de Todos.