

Así como resolver la situación de la deuda surge como imperioso para el Gobierno, las administraciones provinciales y el sector privado, la inflación es el tema más acuciante para toda la sociedad.
Si bien el dato ya era anticipado con mucha antelación por los argentinos, la comprobación oficial de que la inflación trepó el año pasado al 53,8% proyecta que esa espada de Damocles seguirá pendiendo sobre los ingresos y cualquier posibilidad de progreso a lo largo de 2020.
Y es que semejante registro, el mayor desde 1991, año de la salida de la hiperinflación, anticipa un escenario complicado. El Instituto Argentino de Análisis Fiscal remarca que aún si los precios no registraran incrementos hasta 2021, la inflación promedio mínima de este año sería 22%. La magnitud del arrastre es enorme y además ya hay señales de que un 'aumento cero' no será posible.
La reposición del IVA en alimentos suma presión para enero y consultoras como Ecolatina ya observaron incrementos en carnes, frutas y verduras que proyectan un alza de 3,4% en el IPC. Pero el mercado arroja otro dato preocupante: el dólar paralelo, en sus diferentes versiones, sube al nivel del tipo de cambio 'solidario' y su impacto en los precios se sentirá más allá de los congelamientos anunciados y los acuerdos que intente tejer el Gobierno en los próximos meses. Cualquier proceso de desinflación será lento, sobre todo si la emisión se acelera.
El efecto de esta situación es una mayor retracción del consumo masivo, por pérdida del poder adquisitivo del salario, como se comprobó el año pasado con una caída de 7,3%, según la medición de Scentia, a la que la sociedad argentina, acostumbrada a los vaivenes, reaccionó con un cambio de hábitos para adecuarse a la realidad del bolsillo.
Al respecto, un reciente estudio realizado por Kantar reveló que prácticamente no hay argentino que no haya reducido o abandonado alguna categoría de consumo en el último año, como lácteos o congelados, y empezara a elegir muchas segundas marcas.
Es parte del instinto de supervivencia de una ciudadanía que vio como sus acuerdos salariales quedaron por debajo de una inflación descontrolada. La misma que alimentó las cuentas fiscales de un país con bajos ingresos, que multiplica la pobreza, que en un mes es capaz de registrar guarismos que países vecinos alcanzan en todo un año y que hoy se convirtió en la tercera más alta del mundo. Un triste registro que será difícil de sortear este año sin un cambio drástico, como muestran dos antecedentes cercanos: tras el 91% registrado 28 años atrás, se cayó al 18% en 1992 con la ley de Convertibilidad. Y luego del 41% observado en 2002, bajó al 4% en 2003 con la gestión económica de Roberto Lavagna. Pero, en cambio, el retroceso fue leve en el primer año de gestión de Cristina Kirchner y también en el de Mauricio Macri, con la aceleración ya conocida.
Ahora el desafío recae en Alberto Fernández. Y frenar la inflación debe ser una prioridad.














