Instituciones del capitalismo (III): División del Trabajo

La división del trabajo, con su corolario, la cooperación humana, constituye el fenómeno social por excelencia. La experiencia enseña al hombre que la acción mancomunada tiene una eficacia y es de una productividad mayor que la actuación individual aislada. Así, las realidades naturales que estructuran la vida y el esfuerzo humano dan lugar a que la división del trabajo incremente la productividad por unidad de esfuerzo invertido. De hecho, Adam Smith, en el mismo primer renglón de "La Riqueza de las Naciones", señalaba: "El mayor progreso en la fuerza productiva del trabajo y la mayor medida de la habilidad, destreza y buen juicio con que se le aplica o dirige en cualquier parte, parece haber provenido de los efectos de la división del trabajo".

Las circunstancias naturales que provocan la aparición del aludido fenómeno viene explicada por dos circunstancias. Por un lado, la innata desigualdad de la capacidad de los hombres para realizar específicos trabajos. Por otro lado, la desigual distribución sobre la superficie de la tierra de los recursos naturales.

Es más, hasta cabría en verdad considerar estas dos circunstancias como una sola, a saber: la diversidad de la naturaleza, que hace que el universo sea un complejo de variedad infinita. Si las circunstancias fueran tales que las condiciones físicas de producción resultaran idénticas en todas partes y si los hombres fueran entre sí idénticamente iguales, la división del trabajo no ofrecería ventaja alguna.

Adicionalmente, en favor de la división del trabajo existe una tercera realidad, la cual consistente en que existen emprendimientos cuya ejecución excede a las fuerzas de un solo individuo exigiendo ello la conjunción de esfuerzos. La realización de éste tipo de obras, ciertamente impone la acumulación de una cantidad tal de trabajo que ningún hombre, individualmente, puede aportarlo, por ser limitada la capacidad laboral humana.

A su vez, hay otras que podrían ser realizadas por el individuo aislado, pero su duración sería tan dilatada que retrasaría de modo tan excesivo el disfrute de las mismas tal que no lograría compensar la labor realizada. De este modo, en ambos casos, sólo el esfuerzo humano mancomunado permite alcanzar el objetivo deseado.

Este incremento de la productividad bajo la división del trabajo, se registra siempre que la desigualdad sea tal que cada individuo o cada parcela de tierra en cuestión resulte superior, por lo menos, en algún aspecto, a los demás individuos o parcelas que se trate. En este sentido, tomando un camino más extremo, David Ricardo formuló la ley de asociación para evidenciar los efectos provocados por la división del trabajo cuando un individuo o un grupo colabora con otro individuo o grupo, aun siendo los primeros de mayor eficiencia en todos los aspectos, que los segundos. Así, la división del trabajo entre ambos grupos, según evidencia la ley de Ricardo, ha de incrementar la productividad del esfuerzo laboral y, por lo tanto, resulta ventajosa para todos los intervinientes, pese a que las condiciones materiales de producción puedan ser más favorables en absolutamente todos los aspectos en uno de los grupos respecto del otro.

Es más, la ley de asociación evidencia por qué, desde un principio, hubo una tendencia a ir intensificando la cooperación humana. Percatándose de cuál fue el incentivo que indujo a los individuos a dejar de considerarse rivales en inacabable lucha por apropiarse los escasos medios de subsistencia que la naturaleza por sí brinda, advertimos el móvil que impelió y continuamente impele a los hombres a unirse en busca de mutua cooperación.

Todo progreso hacia una más avanzada división del trabajo favorece los intereses de cuantos en la misma participan. Para comprender por qué el hombre no permaneció aislado, buscando, como los animales, alimento y abrigo sólo para sí o, a lo más, para su compañera y desvalida prole, no es preciso recurrir a ninguna vana personalización de un supuesto innato impulso de asociación, ni suponer que los individuos o las hordas primitivas comprometiéranse un buen día, mediante oportuna convención, a establecer relaciones sociales.

Fue la acción humana, estimulada por la percepción de la mayor productividad del trabajo bajo la división del mismo lo que engendró la primitiva sociedad y la hizo progresivamente desarrollarse.

Por último, con referencia a los orígenes de la sociedad, la tarea de la ciencia sólo puede consistir en evidenciar cuáles sean los factores que pueden y, por fuerza, han de provocar la asociación y su progresivo desarrollo. La praxeología resuelve esta incógnita de modo contundente. Mientras el trabajo resulte más fecundo bajo el signo de la división del mismo y en tanto el hombre sea capaz de advertir tal realidad, la acción humana tenderá espontáneamente a la cooperación y a la asociación. No se convierte el individuo en ser social sacrificando intereses personales.

La experiencia enseña que la aludida condición la mayor productividad de la división del trabajo aparece por cuanto trae su causa de una realidad: la innata desigualdad de los hombres y la desigual distribución geográfica de los factores naturales de producción. Advertido esto, resulta fácil comprender el curso seguido por la evolución social.

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