El video fue furor en YouTube a fines del año pasado: un cartero de FedEx baja de su camioneta con una encomienda, se asoma a la reja de una casa y, en lugar de pedir por el destinatario, arroja el paquete hacia el otro lado como si fuera un jugador de básquet. La cámara de seguridad del barrio en el que ocurrió el hecho, en los Estados Unidos, registró todo de modo que la damnificada -una anónima goobie55- no demoró mucho en subirlo al instante a la web. El final es lapidario: tras su lanzamiento, el cartero de FedEx verifica de reojo que nadie lo haya visto regresa a la camioneta sin remordimientos.

El video dura 21 segundos y está por cumplir nada menos que 9 millones de views; es decir, durante los últimos dos meses, fue visitado por un promedio de 150 mil personas por día. FedEx es una multinacional que factura unos u$s 30.000 millones anuales cumpliendo servicios que se basan, fundamentalmente, en la confianza de sus clientes. La historia pudo haber causado una delicada crisis de reputación, pero una reacción rápida e inteligente le permitió a FedEx morigerar el impacto generado un accionar poco profesional y por las impredecibles redes sociales.

Esta es la lección que nos deja una de las más comentadas crisis corporativas de 2011: que una contingencia se manifieste en el mundo 2.0, y no en los medios tradicionales, no significa que el tema merezca menos atención; todo lo contrario, el problema requiere de tanto o más cuidado y necesita ser abordado mediante estrategias específicas, distintas de las que las empresas vienen utilizando para enfrentar títulos adversos en las tapas de diarios. Pero no todas las compañías que atravesaron problemas el año pasado supieron resolverlo tan bien.

Para empezar a responder, FedEx usó el mismo canal por el que sufrió el impacto. Cuando todavía estaba en curso el proceso de viralización del video, aparentemente espontáneo, un alto directivo subió a YouTube una respuesta en la que pidió perdón sin derivar las culpas en el mal empleado ni argumentar que se trataba de un simple hecho aislado, sino afirmando que lo sucedido pasaría a ser una oportunidad para mejorar la atención a los consumidores. Fue una declaración formulada en un primer plano, contundente sin resultar agresiva y sencilla sin sonar superficial.

Sin embargo, las disculpas no son necesariamente suficientes. En julio, por ejemplo, Netflix anunció un cambio drástico en sus servicios y en sus precios, apurado por los veloces cambios en la industria. Y en septiembre, el CEO de la empresa tuvo que dar marcha atrás: Metí la pata, reconoció vía e-mail. Netflix se había lanzado a comunicar un nuevo esquema de negocios sin tener la estrategia totamente definida.

Cuando Blackberry padeció un tremendo apagón en muchos de sus mercados, a mediados de año, uno y mil perdones fue lo que también ofreció desde sus cuentas en Twitter, igual que -tres días más tarde- mediante el video de otro alto directivo. Pero las redes sociales reaccionaron mal y consagraron el hashtag #OtrosUsosParaElBlackberry. Aparte de las burlas, Research in Motion recibió fuertes críticas por no dar la cara a tiempo. Nunca explicó con rigor los motivos de sus fallas.

A la japonesa Sony le costó mucho más tiempo, exactamente seis días, admitir frente a sus usuarios de PS2 que un grupo de hackers les había robado datos personales y números de tarjeta de crédito de su web. La falta de reflejos le valió a la firma japonesa una investigación en el Congreso de los Estados Unidos y una caída de 4 puntos de la acción en la Bolsa de Tokio. En este caso, la respuesta partió del blog de la Play y también se enfocó principalmente en las redes sociales; luego, un ejecutivo tuvo que llamar a conferencia de prensa en EE.UU. y otro en Japón.

Con el tsunami de marzo, la administración de la también japonesa Tepco -operadora de la planta de Fukushima- fue acusada de comunicar con escasa transparencia en medio del peor accidente nuclear de la historia del país. Las propias autoridades marcaron los errores en la gestión de la crisis: voceros inadecuados, mensajes inconsistentes y serias dilaciones en la divulgación precisa de lo ocurrido cuando había cientos de miles de vidas en juego.

Otra corporación norteamericana, Dow Chemical, tuvo un problema distinto con una solución no mucho más eficaz. Una empresa adquirida en 2001 (Union Carbide) fue la responsable de un gravísimo derrame ocurrido en la India en 1984; al anunciar Dow un millonario auspicio para los Juegos de Londres, algunas organizaciones reaccionaron con rechazos, a pesar de que Dow adquirió Carbide casi dos décadas después de la tragedia. A Dow salió a ayudarla el Comité Olímpico con palabras escritas por abogados: rechazo de responsabilidades, explicación de que el tema está en litigio, cifras de indemnizaciones y demás. Argumentos todos racionales, fríos, para un planteo básicamente emocional, en boca de un tercero que no parece imparcial, sino interesado.

El caso de los Juegos 2012 va a dar que hablar estos meses. En todo el mundo, los consumidores desconfían y sus preferencias son volátiles; la reputación que tarda años en cimentarse puede desmoronarse con la velocidad de un tweet y otro tweet. El público esperan información veraz y precisa, respuestas a tiempo, comunicación cristalina en base a hechos ciertos, no a especulaciones, y a cargo de voceros empáticos, no empoderados sólo por un cargo. Un error en la gestión de la crisis puede ser difícil de reparar.