

No hay más de 30000 argentinos vivos que conozcamos las Islas Malvinas. Y la mayoría de ellos lo hicieron obligados durante la guerra. Que esas Islas nos despierten tanta pasión a millones de argentinos tiene algo de sorprendente, y prueba cómo el nacionalismo y la enseñanza recibida en los primeros años de escolarización quedan grabados en las emociones de las personas adultas.
Las visité en febrero de este año, a un mes del referéndum donde sus habitantes se preparaban para expresar el deseo de mantener la situación política que viven en estos momentos, es decir seguir perteneciendo al Reino Unido. Un resultado totalmente previsible.
Sin embargo, no todo lo que puede vivirse allí coincide con lo intuido antes de llegar.
En Río Gallegos embarcamos 20 pasajeros argentinos. Imaginaba un avión proveniente de Punta Arenas, Chile, casi vacío. No fue así: Estaba totalmente lleno y la mayor parte del pasaje no iba a pasear sino a embarcarse en buques pesqueros. Chilenos, algunos peruanos, pocos españoles, se disponían a iniciar una ruda temporada de pesca de cuatro meses.
La sorpresa siguiente fue la facilidad con que se sortean los trámites de ingreso. Sin visados previos, sin otros controles que los usuales en cualquier aeropuerto. Si se realiza alguna verificación sobre los visitantes argentinos, no se nota. Con el pasaporte y un lugar para hospedarse bastó para ingresar.
El castellano es nítidamente una segunda lengua del lugar que muchos dominan. La numerosa población chilena como es obvio. Pero también gran parte de los habitantes de origen inglés hablan castellano y los chicos lo aprenden en el colegio.
Los argentinos vamos en la búsqueda de respuestas a dos interrogantes: Qué estrategia seguir para que las Islas se incorporen a nuestro país y si la guerra de 1982 podría haber sido distinta.
Se pueden explorar varios caminos para lograr esa incorporación, pero enseguida se hace evidente que el trato duro no logrará el éxito. Esa gente, que es cordial con los visitantes, le teme al gobierno argentino. Los bloqueos, el discurso hostil, el rechazar cualquier contacto diplomático, llevan a que allí todos los problemas que aparecen terminen siendo conspiraciones maliciosas del estado argentino. Hasta el desvío de los cruceros que saltearon la parada en Malvinas por razones climáticas se le atribuía en el diario local a la presión de nuestros funcionarios.
En la época de la guerra, Argentina no quería reconocer los deseos de los malvinenses pero en cambio aseguraba que mejoraría sus intereses. Hoy esto tampoco podría lograrse. El poderío económico de las Islas y el bienestar de sus 2300 habitantes supera a la que tienen los santacruceños argentinos, sus vecinos. Inclusive, es mayor que la de los propios británicos.
Es evidente que muchos de ellos preferirían otro trato por parte de nuestro país. Los mayores, por ejemplo, antes de la guerra visitaban con frecuencia a la Argentina y varios atendieron sus problemas de salud en el Hospital Británico de Buenos Aires. Tienen un grato recuerdo.
En la actualidad esos intercambios se realizan con Chile. Es altamente probable que la población de las Islas de origen chileno aumente en forma decisiva en los próximos años. Ya hoy tienen una notable presencia en las actividades gastronómicas y de hotelería. Esa inmigración humilde obtiene oportunidades superiores a las de su país.
La actividad pesquera es notoria. Todas las mañanas se ven alrededor de 10 pesqueros que llegan al Puerto Argentino para abastecerse y salen por la tarde. Los derechos de pesca son ingresos importantes para el lugar. Las 20 libras por tonelada de captura es un importe superior al que se paga en Argentina por lo mismo. Al cabo del año, le suma alrededor de 30 millones. Mucho dinero para poca gente. En el futuro se entrevén los posibles avances de la actividad petrolera, con su cuota de incertidumbre. El turismo también podría tener una oportunidad de crecimiento. Con sorpresa, el principal hotel se llama Malvina House. La guerra no le cambió el nombre. Puerto Argentino es una extraña mezcla entre un sencillo pueblo costero inglés y un exótico enclave cosmopolita, recorrido por personajes de muchas partes del mundo con raros intereses: Fotógrafos de la naturaleza, investigadores de camino a la Antártida, documentalistas de la vida de los pingüinos, marineros y propietarios de buques factoría. A ellos se suman los ex combatientes de uno y otro bando. Pueden convivir e ir a tomar unas cervezas juntos. Una política exterior responsable debería tomar nota de estos hechos de la sociedad y de la economía. Y avisarle a la voraz AFIP que no es coherente que cobren el impuesto a las ganancias del 15 % sobre las compras con tarjetas realizadas allí, como si las Malvinas fueran un territorio extranjero. Cuesta creerlo, pero es verdad.










