

En los albores del bicentenario, los diferentes estudios de opinión pública expresan una saturación y rechazo frente a modelos de representatividad que la política ofrece de cara a la ciudadanía. En las diversas encuestas de imagen de dirigentes se pueden apreciar resultados negativos a la hora de valorizar al conglomerado de actores de la sociedad. Los piqueteros, los políticos y los sindicalistas figuran en lo más bajo del ranking.
Esto ha sido pendular si lo comparamos con la imagen de los políticos en el año ’83, cuando esta trepaba a lo más alto de las posiciones. La expectativa que generaba la clase política en general era tan elevada como contraste de todo lo vivido durante la dictadura militar, que nadie hubiese imaginado que hoy podían aparecer en los últimos lugares y con tendencia negativa. A la hora de medir la imagen de los grupos sociales y preguntando cuánto contribuyen al país desde su rol, podemos asociar los resultados en tres sectores: los productivos e innovadores (ganaderos y agricultores, intelectuales y científicos, comerciantes e industriales); los sociales y financieros (periodistas, obispos y sacerdotes, banqueros y militares) y, para finalizar, los defensores y políticos (sindicalistas, piqueteros, políticos y jueces). Como señalamos, este último grupo es el que goza de menor imagen y en este caso lo que está en crisis es la representatividad.
El reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia que determinara ya no ser necesario estar afiliado a un sindicato con personería gremial para revestir la condición de delegado, introduce un cambio sustancial en la relación futura que deberán tener empresas y trabajadores. No sólo se puede vislumbrar que el viejo modelo del sindicalista de los años 70 no encuentra su correlato en una sociedad cada vez más descreída de quienes -supuestamente- deberían defender sus derechos, sino que la forma y el modo empiezan a tener relevancia a la hora de representar o responder a determinados intereses. Esto quedó en evidencia de manera notoria con el surgimiento de los movimientos sociales, que a diferencia del sindicalismo tradicional generan mayor empatía entre el líder y su grupo de pertenencia. Ahora bien, no todo es color de rosa para los “piqueteros (denominación que los medios de comunicación hicieran para describir a estos nuevos actores que tuvieron -como es sabido-su mayor impacto social después de la crisis de 2001). En la actualidad, además de compartir el duro privilegio de ser los más rechazados por parte de la opinión pública, el exceso de horizontalidad como contraste al verticalismo que otrora tuviera el sindicalismo tradicional en materia de conducción y liderazgo, les está costando caro. Si a esto sumamos que más del 80% de la sociedad objeta su modalidad más utilizada (corte de rutas y calles) a la hora de implementar un reclamo, la capacidad de acción queda reducida a las viejas prácticas clientelares que ellos mismos rechazan para poder convocar seguidores. Si bien el elemento más criticado de la protesta social es la forma o el modelo y su natural consecuencia: la afectación al prójimo, la opinión pública reconoce que sin este tipo de reclamos no hay posibilidad de obtención de ganancia alguna sobre los pedidos planteados al poder político.
En un estudio realizado por Ipsos Mora y Araujo, un 88% de la ciudadanía considera que la conflictividad, en mayor o menor medida, forma parte del escenario cotidiano. Frente al interrogante planteado sobre el rol que el Gobierno debería tener para contrarrestar la protesta social, la respuesta fue categórica: la idea de un Gobierno que no intervenga ante los conflicto no se encuentra presente entre la gente. Se le plantea al poder político que o bien intervenga como mediador o que directamente bloquee la protesta, pero nunca que esté ausente frente a este escenario.
Es por ello que el desafío para este año en materia de representatividad es profundizar en el concepto de más y mejor democracia, con su correlato en la dirigencia en general (política, sindical, empresarial, etc.) para erradicar los fantasmas de las cacerolas que sólo persiguieron un slogan vacío de contenido y sin resultados a la vista.











