

¿Quién dijo que era mejor estar descontento con la realidad que sentirse con ganas y con fuerza como llevar adelante una vida? ¿Quién dijo que vivir iba a ser fácil, que tener derechos quería decir que todo nos debía ser dado sin trabajo, y que otros debían ocuparse siempre de nosotros? ¿Quién dijo que es mejor que las cosas sean fáciles y que vengan dadas en vez de tener que trabajar para conseguirlas? ¿Quién dijo que la mejor vida es la que tiene menos problemas, la más sencilla, la más ordenada, la más domada y tranquilita, en definitiva, la imaginada y no la real, la añorada y no la verdaderamente experimentada?
¿Quién dijo que el dolor es un mérito y que las personas más sensibles son las que peor la pasan, porque todo les afecta más, y que esa vulnerabilidad representa un valor y no una falta de vitalidad? ¿No podría ser también que la gran sensibilidad se expresara mediante una gran capacidad de hacer y de vivir, de disfrutar y de querer, que las personas más sensibles fueran también las que más recursos tienen para enfrentar sus problemas y salir adelante, en vez de quedar encallados en un dolor virtuoso?
¿Quién dijo que el descontento tenía que ver con la sabiduría, que la inteligencia debía ser crítica y desdeñosa, en vez de ser creativa, osada, capaz, entusiasta, imaginativa, avasallante y llena de deseo? ¿Quién dijo que vivir iba a ser fácil, que tenía que serlo, que la vida que vale la pena es la que no trae problemas, como si eso fuera posible y no una mera fantasía nacida de la mezcla del idealismo y la ignorancia?
¿Quién dijo que la inteligencia tiene que ver con mantener siempre la objetividad y con no ‘perderse’ participando del inevitable despelote, que hay que mantener la distancia de las cosas para no ensuciarse con ellas, que es un error jugarse y arriesgar, que no tiene sentido tratar de poder lo que se quiere aunque ese tratar no asegure ningún éxito? ¿Quién dijo que la vida no debía ser un despelote, que tal cosa era posible y deseable, que la existencia del constante magma problemático (individual y social) era un defecto de la existencia y no su punto de partida, su inevitable rasgo fundamental, incluso su exuberante principio creativo?
¿Quién dijo que hablar de valores era principalmente una oportunidad para lucir el descontento, para reprocharle al mundo su turgencia permanente, que las cosas funcionarían mejor si se volviera al repertorio moral de la rigidez formalista de unas décadas atrás, estilo por suerte ya superado? ¿Quién dijo que de esta nueva serie de valores más ligados a la autenticidad y a la búsqueda de sí mismo no puede surgir precisamente la oportunidad de dar un paso evolutivo en las cuestiones sociales, y que el despelote actual no es generativo, potente, una exploración válida de las posibilidades y los límites de la experiencia de vivir?
¿Quién dijo que ser analista político era tirar mala onda a todo paso dado por todo político en todo momento, que ser inteligente era desconfiar de todos, hasta de los mejores? ¿Quién dijo que es necesario ofrecer el rigor del descontento a los que tratan de mejorar las cosas desde adentro, y que lo mejor que se puede hacer con la política es mirarla de afuera, sin entender mucho pero ensuciándola con una profunda y absoluta falta de fe y de ganas, como si lo valioso fuera descalificar todo siempre con un gesto de superioridad?
¿Quién dijo que la política era un campo sencillo y ordenado de relaciones racionales, o que debía serlo, ignorando la realidad de la historia, que prueba que las sociedades son siempre problemáticas y no pueden sino serlo? ¿Quién dijo que la Argentina es un país especial y distinto, que las cosas que pasan aquí no pasan en ningún lado, desconociendo que la vida del planeta ha sido una sucesión de catástrofes y de logros, de avances y retrocesos, de problemas y de arreglos parciales, siendo la pobreza inmensa en muchas zonas del planeta y las mafias una constante, y la relativa incapacidad de los pueblos un rasgo inevitable del movimiento social?
¿Quién dijo que no se puede hacer nada para mejorar porque estamos condenados a repetir nuestras dificultades, sintiendo al decirlo que justificaba su pasividad, que la presentaba como la consecuencia de una perspectiva sabia y experimentada, sin darse cuenta de que no era más que una expresión poco valiosa de impotencia y abandono, una falta de ganas, una vitalidad apocada y nada meritoria?
¿Quién dijo que la gente que se mete en las cosas y trabaja y trata de lograr pasos de avance necesita que los de afuera les lancen su sabiduría descomprometida como si les hicieran un favor cuando en realidad desconocen la mayor parte de las veces de lo que están hablando (cosa que contradice el tono canchero del ‘te explico cómo es’, usado aunque no sepan nada)?
¿Quién dijo que lo mejor aparecía en la tierra llevado por la crítica, el escepticismo, el rigor, la severidad, modos característicos de la impotencia del miedo, y que no era siempre mejor la opción de riesgo, es decir: querer, hacer, jugarse, tratar, probar, disfrutar de lo posible, fortalecerlo, desarrollarlo, compartirlo, abordar lo problemático con inteligencia y acciones concretas?
Nadie las dijo, tal vez, estas cosas, o las dijeron muchos (tal vez las dijimos todos), pero es importante, tiene la mayor importancia, que seamos capaces de mirar estas posiciones débiles a la cara y nos animemos a ir más allá de ellas. Tenemos que generar una inteligencia de la confianza y del querer, para reemplazar a esta pseudo inteligencia de la reprobación y el desencanto. Esta mutación del pensamiento es un paso evolutivo del cual no deberíamos desentendernos.










