En plena etapa preelectoral, son muchos los dirigentes que se enorgullecen por considerarse a sí mismos candidatos más allá de los partidos. Y, dado que la propia gente celebra la emergencia de estas figuras alejadas de las estructuras históricas, es habitual que los discursos proselitistas estén llenos de críticas hacia la vieja política y, en particular, hacia los perimidos partidos tradicionales.
Resulta innegable que, a partir de la profunda crisis de representación que siguió al fiasco de la Alianza, el sistema político criollo implosionó de un modo dramático e inédito. En rigor, el tan mentado ‘que se vayan todos’ de finales de 2001 provocó que las dos principales escuderías de la Argentina, el PJ y la UCR, se hayan convertido en meras cáscaras vacías.
Sin embargo, lejos de constituir un indicio de saludable renovación dirigencial, el apartidismo militante de algunos postulantes puede significar un ilusorio acercamiento entre clase política y ciudadanía. Más allá de que algunos candidatos se ufanen de su cualquerismo representativo, el pésimo estado de salud que atraviesa el sistema de partidos es una muy mala noticia para la democracia toda.
En efecto, la incapacidad demostrada por las agrupaciones partidarias más antiguas del país a la hora de canalizar la participación de los ciudadanos está dando lugar a una cuestionable forma de aglutinación electoral: la identificación personalista. Millones de votantes rechazan hoy reconocerse en términos de pertenencia partidaria o ideológica y prefieren identificarse ‘a título personal’ con figuras políticas individuales.
Sucede que, merced a la mediatización de las campañas electorales y al imperio de la política-espectáculo, las personas tienen más posibilidades de crear sentido de pertenencia que las instituciones. En consecuencia, para la videopolítica del siglo XXI los mensajeros han pasado a ser más importantes que los mensajes.
¿O será que, como anticipaba hace casi medio siglo el comunicólogo Marshall McLuhan, los mensajeros son los mensajes? En cualquier caso, es evidente que algunos dirigentes han desarrollado una capacidad de representación mayor a la que poseen sus propios sellos partidarios. Así, por ejemplo, Elisa Carrió es mucho más icónica que el ARI y Mauricio Macri es claramente más convocante que el PRO.
No obstante, la extrema personalización que sufre en la actualidad la política local constituye una objetable inversión del principio de la sociología moderna que estipula que ‘los roles deben ser siempre más importantes que sus ocupantes’. Caso contrario, la construcción de poder será estructuralmente débil, toda vez que el sistema dependerá de algo tan finito y frágil como es el destino de un individuo.
Justamente para evitar dicho peligro, las sociedades crean sus instituciones. Y, en el ámbito electoral, son los partidos políticos los que deben ejercer las funciones básicas de representar a los ciudadanos comunes y de articular los intereses de los múltiples sectores que conforman el conjunto social.
Es indiscutible que en el presente las organizaciones partidarias tradicionales han ingresado en una espiral de insignificancia colectiva que hace difícil imaginarlas cumpliendo ese vital papel. Pero, resulta aún más difícil vislumbrar una democracia consolidada con partidos políticos que dependan exclusivamente de la voluntad o el capricho de una sola persona.
Numerosos analistas y politólogos sostienen que, en el estado de desmantelamiento en que se encuentran hoy, los partidos nacionales de la Argentina (en particular el Partido Justicialista y la Unión Cívica Radical) no tienen mucho para aportar.
Allí radica entonces el gran desafío de las nuevas generaciones de peronistas y radicales: modernizar y readaptar las estructuras de sus respectivas fuerzas a las realidades del nuevo siglo. Ello es, reconstruir sus partidos, abrirlos de cara a la sociedad y convertirlos en usinas formadoras de cuadros que fortalezcan el andamiaje institucional de la política. Porque una democracia sin partidos políticos fuertes es una democracia débil.