El nuevo gobierno de Rusia tiene todas características de aquel que gobierna un país paralizado por las luchas internas. En su regreso a la presidencia, la prioridad de Vladimir Putin parece ser mantener el equilibrio de poder entre los clanes políticos rivales que lo rodean. Su estrategia de equilibrio y gobierno le hace poco bien al país, y en el largo plazo lo acorrala por más que conserve su supremacía.

Dmitry Medevedev, el primer ministro que le mantuvo a Putin tibio el sillón presidencial, se muestra más receptivo a las reformas necesarias para modernizar el petroestado que es Rusia. Pero si esperaba mayores oportunidades para continuar una agenda reformista, debe estar sintiendo decepción.

Muchos ministros mantuvieron sus cargos en la transición. Algunos de los que se fueron, consiguieron puestos en el Kremlin, lo que indica que hay un gobierno paralelo. El cambio más significativo fue el reemplazo de Igor Sechin (que se oponía a las reformas liberales) por Arkady Dvorkovich (un aliado de Medvedev), como responsable del área de Energía. Pero Sechin fue inmediatamente ubicado en el directorio de Rosneftegaz, que tiene participaciones estatales en compañías energéticas. También fue designado CEO de la petrolera Rosneft. Lejos de una degradación, esto podría fortalecer su control del sector energético y, por lo tanto, debilitar la influencia reformista de Dvorkovich.

Además, Putin rápidamente emitió varios decretos que descarrilaron un programa para privatizar compañías controladas por el estado. Después de las primeras insinuaciones de que las empresas a privatizar parcialmente quedarían en manos del estado, ahora podrían ser vendidas a Rosneftegaz. A cambio, Rosneftegaz vendería ciertas participaciones.

Estos golpes de poder inteligente no se traducen en política económica bien pensada. Rusia necesita más de ésto último y menos de lo primero. Sin privatizaciones y competencia, el capitalismo de estado de Rusia nunca dará lugar a un sector privado dinámico que pueda ayudar a diversificar la economía más allá de su actual dependencia de las exportaciones de petróleo.

No sorprende que las acciones del país se hayan comportado como una montaña rusa la semana pasada. La rivalidad en torno de Putin alimenta dos flagelos: la incertidumbre sobre qué pasará y la posibilidad de una eventual parálisis: Ambos debilitan las esperanzas de una reforma seria.

Esta situación no es sostenible. Al precio actual del petróleo, el presupuesto de Rusia apenas está en equilibrio. El descontento que surgió durante el invierno boreal da de qué hablar. Si el presidente no fija un camino claro, los acontecimientos lo obligarán a hacerlo. Cuanto más tiempo prolongue su número de equilibrista, más difícil será elegir cualquier medida sin caerse.