Con especial foco sobre las realidades de Venezuela y la Argentina, se escucharon muchas voces en Rosario condenando el “populismo” y alertando sobre regímenes vestidos de democracia pero con cuerpo autoritario, que avanzan cada vez más en la restricción de las libertades y las instituciones básicas de poder constitucional.

No hace falta enumerar una larga lista de hechos para entender de qué se está hablando, tampoco haría falta aclarar que del lado argentino han coincidido en esa condena -durante el seminario que organiza la Fundación Libertad en esta ciudad- dirigentes políticos de distintas fuerzas que integran hoy la oposición al kirchnerismo, pese a sus desacuerdos electorales.

El barro político de muertes, indignaciones y grandes carencias que dejó el agua cuando bajó después del temporal confirmó la sospecha de que un Estado nacionalizador y con gasto expandido no garantiza que se hagan las obras más elementales para el desarrollo, que se modere al menos el clientelismo, o que vastos sectores populares puedan tener una calidad de vida diferente más allá de que un ingreso los separe temporalmente de la línea de pobreza de las estadísticas oficiales o que la actividad política los incluya (un avance por cierto incompleto pero importante).

La pregunta que sigue, claro, es cuáles son las soluciones que se proponen desde el otro lado, sobre todo teniendo en cuenta fracasos recientes en la historia.

El liberalismo tiene mala prensa, diría alguno de sus actuales promotores. De hecho, en la Argentina no significa lo mismo que en otros países, como Estados Unidos. En una charla que terminó siendo una clase magistral, Mario Vargas Llosa buscó definir esa idea: “El liberalismo no es religión ni ideología, sino un modelo de pensamiento para el cual la libertad es indivisible”.

El premio Nobel de Literatura aclaró incluso que ciertos economistas “le hicieron mal al liberalismo” al pretender que “el mercado es la panacea”, o que la libertad económica es divisible de la libertad política. Y, el punto clave, negó que liberalismo y progresismo sean visiones contradictorias.

Pero al margen de las definiciones o etiquetas, Vargas Llosa dejó en claro para los más entusiastas que, desde su visión, el liberalismo no podrá producir cambios si antes no genera “emoción”, un apego popular a sus ideas y propuestas concretas, aunque no sean las de un partido político en particular.

Un desafío que, pese a las grietas del modelo ‘populista’, quienes intentan enfrentarlo tienen el apremio de resolver.