Dilma Rousseff volvió a dar muestras ayer de que en materia de política exterior está más cerca de los halcones que de las palomas de Itamaraty. A sólo cuatro días de sacarse la foto flanqueada por su antecesor Lula da Silva (de quién poco heredó su estrategia externa proMercosur) y la presidenta argentina Cristina Fernández, la mandataria brasileña se despachó con un megaplan de beneficios impositivos, subsidios, oferta de crédito y reducción de costos laborales por u$s 16.000 millones.

Proteger el empleo interno y apuntalar las exportaciones en un contexto de pseudo guerra cambiaria mundial fueron los argumentos esgrimidos, con un destinatario casi ineludible: el dólar y su renovada depreciación, espejo de la revaluación del real que hasta ahora intentó revertir sin éxito.

Claro que esta medida tiene daños colaterales para terceros ajenos a la disputa que se juega en las altas esferas del ajedrez económico mundial. Uno los damnificados es la Argentina.

Ambos países comparten un tipo de cambio real sobrevaluado. Pero mientras en Brasil obedece al ingreso de capitales, aquí es producto de la inflación interna. Una diferencia no menor.

Hasta ahora el super real alcanzó para disimular la pérdida de competitividad del peso. Pero la jugada de ayer confirmó que el principal socio comercial del Mercosur no está cómodo con el escenario imperante. Hizo la movida políticamente correcta en el concierto comercial mundial sin violar las normas de la OMC, como recalcó su ministro Guido Mantega. El mercado brasileño tiene que ser disfrutado por empresas brasileñas y no por los aventureros que vienen de afuera, subrayó. Difícil ser más explícito. Así, Brasil cambió el foco con respecto a anteriores intervenciones: dejó intacta la política cambiaria y lanzó una batería de medidas fiscales pro competitividad.

Debe reconocerse, al menos, la astucia. Son las cartas a las que puede apelar un país que, por caso, cuenta con una inflación anual del orden del 6,7% y con un Banco de Desarrollo que presta a largo plazo y baja tasa a la inversión, lo cual genera una sinergia clave para los hacedores de política económica. Permite desvincular el manejo de la política monetaria de los incentivos a la inversión, y mantener una tasa por encima de la vigente en la Argentina sin afectar la inversión reproductiva, sólo con el fin de moderar los niveles de consumo y canalizar esos fondos al ahorro.

El efecto de estas medidas sobre la Argentina podría ser el mismo que una devaluación del real. Y alcanza a sectores sensibles para la relación bilateral, como calzados y automotores.