Al igual que en Buenos Aires hace unos meses atrás, durante la última cumbre del G-20 celebrada el fin de semana en Japón, en la ciudad de Osaka, la atención estuvo casi de manera excluyente colocada en la dinámica y la evolución del vínculo entre los líderes de Estados Unidos y China, confirmando una vez más el carácter eminentemente bipolar del orden internacional actual.

Haciendo un poco de historia reciente, luego de la cumbre en Buenos Aires, los mandatarios de EE.UU., Donald Trump y de la República Popular de China, Xi Jinping, acordaron una tregua, aunque la misma resultó sumamente endeble y pronto fue sucedida por una renovada y fuerte escalada de tensiones entre las potencias.

Ciertamente, la tensión alcanzó picos no registrados hasta entonces que se evidenciaron, además de la cuestión arancelaria, en acciones concretas orientadas a reducir los niveles actuales de interdependencia. Ejemplo de esto fue la avanzada del gobierno de Trump sobre el despliegue de la tecnología 5G promovido por parte de China a través de sus empresas, siendo Huawei la más representativa, en la disputa por el liderazgo tecnológico.

El proceso de “desacople , en caso de manifestarse plenamamente, implicaría el inicio de una fase de des-globalización relativo, afectando los flujos comerciales y de inversión, empujando al mundo naturalmente a una fuerte recesión. Asimismo, un mundo de tales características sería uno mucho más restrictivo y de menores márgenes de maniobra para el resto de los actores. Esta fue justamente la antesala de la cumbre del G-20 en Osaka.

Más allá de las evidentes diferencias que hoy existen entre EE.UU. y China tanto en la agenda bilateral como global, no hay dudas acerca de que un proceso que intente revertir la interdependencia alcanzada entrañaría enormes costos para ambas partes y para el mundo entero, de modo que es preciso estar bien preparado si se decide profundizar ese curso de acción. Este no parece ser el caso hoy.

Con la FED en renovado modo “dovish y los niveles de productividad creciendo muy lento, EE.UU. no parece disponer de muchas herramientas para responder ante un escenario recesivo. Por su parte, China no se encuentra en absoluto mucho mejor en tanto que evidencia un crecimiento muy frágil (menor al 6%), su deuda corporativa se encuentra muy elevada y su sector externo comienza a sufrir los coletazos de la guerra comercial.

A todo esto bien se puede agregar el calendario electoral en EE.UU. y las presiones de algunos sectores corporativos que pueden ver sus negocios afectados. Asimismo, la revuelta social en Honk Kong son un llamado de atención a la élite del PCCh en torno a posibles amplificaciones de descontento social. Si bien Xi Jinping llamó a su pueblo estar listo para “situaciones difíciles en la disputa con EEUU, está claro que el primer objetivo es evitarlas.

En tal sentido, aunque algunos “halcones de ambos lados puedan desearlo, no parece ser el mejor momento para una ruptura. La necesidad de una tregua resulta tan evidente como las diferencias entre las potencias. Ahora bien, ¿cuán duradera puede resultar? Ciertamente, las diferencias de fondo siguen allí sin resolverse y el compromiso alcanzado no se construyó precisamente sobre bases mucho más sólidas que el de Buenos Aires. La conciencia en torno a los riesgos de una ruptura y la debilidad para afrontarlos es el reaseguro.

Por esta razón, somos testigos de una “bipolaridad volátil que oscilará entre la tensión y la distensión y que se mueve de tregua en tregua. Como ocurrió entre Buenos Aires y Osaka, los “tests de fuerza probablemente continuarán y la volatilidad política en el vínculo entre EE.UU. y China -con su consecuente volatilidad e incertidumbre en los mercados- seguirán siendo la norma. En conclusión, para el resto del mundo será clave moverse con prudencia sin asumir como dado el determinismo del conflicto, pero al mismo tiempo sin sobreestimar los márgenes derivados de las treguas.