

La sanidad de las cuentas públicas, como objetivo de política económica, tiene defensores acérrimos para quienes el equilibrio fiscal es innegociable, aunque, por otro lado, también emergen los tolerantes de cierto déficit, confiados en las bondades de su efecto reactivador en períodos de recesión.
Ahora bien, con mayor o menor estrictez, las variables en juego son finitas. En un frente se encuentra el gasto público, cuya discutible inelasticidad debe ser abordada en función de los impactos sociales, políticos y económicos.
En el otro aparecen las limitadas alternativas de recursos que alimentan el erario, principalmente: impuestos y empréstitos. Anulada la posibilidad de engrosar la deuda pública dado el pronunciado deterioro del crédito y más aún, acrecentada la necesidad de mayor recaudación para cancelar los servicios de la deuda ya asumida, todos los caminos conducen a los impuestos.
Es de total obviedad que estos suponen un traslado de parte de la riqueza de los particulares hacia el Estado e implican, naturalmente, un empobrecimiento de aquel obligado a tributar.
Paradójicamente, el fenómeno inflacionario presenta la misma tipología, con el agravante de transformarse en un impuesto de hecho que elude la sanción legislativa. Ello sucede porque, ante el apremio de afrontar el gasto público y resultar insuficientes o indisponibles las fuentes convencionales, el Estado puede recurrir a maniobras de expansión monetaria para lograr tal cometido, pero con la ulterior repercusión de ello en la demanda global de bienes y servicios que provocará, inmediatamente, el alza de precios y la consiguiente espiral inflacionaria.
Así, el Estado habrá satisfecho su compromiso (gasto) pero, sutilmente, la sociedad lo habrá sufrido económicamente al haberse erosionado su poder de compra, tal cual ocurre con los impuestos.
El planteo obliga a reflexionar sobre cuál es el límite de esta perniciosa combinación por cuanto, a la ya asfixiante presión tributaria, se le han sumado medidas que la agudizan, tales como la suspensión a la reducción de la tasa corporativa del impuesto a las ganancias, la parcialización del reconocimiento de la inflación en su cálculo, el incremento de ciertos derechos de exportación, el aumento vertiginoso del impuesto sobre los bienes personales e, incluso, el flamante impuesto país. Ello conjugado con una inflación consolidada del 54% y una tasa proyectada del 50% para el año 2020.
La región, por su parte, se encarga de evidenciar los contrastes en términos de crecimiento e inflación esperados, comprometiendo la preferencia competitiva de Argentina, aún a pesar de las notorias dificultades climáticas, sociales, políticas y de otra índole que países vecinos han debido soportar en el último tiempo.
El desenlace es un panorama complejo, razón por la que urge extremar, por ejemplo, medidas de incentivo fiscal que contribuyan a neutralizar o morigerar los impactos antes referidos y potenciar sectores estratégicos para el desarrollo.













