Bitcoin tocó hoy un nuevo máximo histórico de u$s 118.853. Un número que brilla como un faro en medio de la niebla macroeconómica global, generando tanto euforia como escepticismo. Cada vez que el precio de bitcoin alcanza un récord, surgen las mismas preguntas: ¿cuánto más puede subir? ¿Es una burbuja? ¿O es apenas el principio de un cambio de paradigma financiero?

Porque seamos sinceros: la visión original de Satoshi Nakamoto (bitcoin como medio de pago universal, descentralizado, sin bancos ni intermediarios) todavía está lejos de cumplirse. Sí, bitcoin puede usarse para pagos. Sí, la tecnología ya existe y hay gente que la usa. Pero la promesa de ser el sistema financiero del mundo todavía no se concreta. Aún hoy, la mayoría de las personas no pagan su café ni su alquiler en bitcoin.

Sin embargo, mientras esa faceta se sigue cocinando a fuego lento, la otra gran tesis de bitcoin se afianza con fuerza: la de ser el "nuevo oro digital". Una reserva de valor que primero sedujo a minoristas, entusiastas y libertarios y que, en el último año, se consolidó como un imán para el capital institucional. La aprobación de los ETF al contado en Estados Unidos (básicamente, una manera bursátil y regulada de poseer bitcoin) marcó un antes y un después: ya no hablamos solo de tecnólogos criptoevangelistas, sino de fondos de pensión, bancos y empresas que destinan parte de sus reservas estratégicas a bitcoin. Incluso bancos centrales comienzan a pensar en diversificar sus reservas con criptoactivos. No solo El Salvador, también Estados Unidos acaba de crear su reserva estratégica de criptoactivos, y decenas de otros estados soberanos están siguiendo el mismo proceso. Es un cambio cualitativo, difícil de desandar.

Esta maduración del mercado le está dando a bitcoin una dinámica propia. Claro que sigue correlacionado con el resto de los activos de riesgo: sube con el apetito inversor global, sufre con las subas de tasas de interés o las tensiones geopolíticas. Pero cada vez más factores internos mueven su precio. Hay una narrativa "bull" (la jerga del mercado cuando hay optimismo sobre un precio) en construcción: la escasez programada como ancla de valor, la competencia entre grandes fondos por acumular un activo finito. Es un mercado que va emancipándose poco a poco de la marea macro, ganando un pulso propio.

Y todo esto ocurre con una adopción todavía limitada. En Argentina, uno de los países con mayor penetración cripto del mundo (impulsada por nuestros propios avatares macroeconómicos), menos del 20% de la población tiene criptoactivos. ¿Qué pasaría si todos tuvieran? ¿Qué pasaría si la adopción pasara del nicho a la masividad?

El futuro es incierto, pero podemos hacer un ejercicio provocador. Hoy se calcula que la riqueza neta mundial ronda los 500 billones de dólares (500.000.000.000.000, si, 14 ceros). El total de bitcoin que existirá está fijado en 21 millones, pero se estima que al menos 5 o 6 millones están perdidos para siempre: claves olvidadas, billeteras de los primeros usuarios que son irrecuperables. Eso deja unos 15 millones de bitcoins realmente utilizables.

Hagamos la cuenta: si toda la riqueza mundial se expresara en bitcoin (una hipótesis extrema, claro, pero útil para fijar un techo teórico) cada bitcoin valdría más de 33 millones de dólares. Ahora bien, nadie cree que el 100% de la riqueza global se traslade a bitcoin. Ni siquiera los maximalistas más fervorosos. Pero pensemos en escenarios más razonables. Si apenas el 10% de la riqueza mundial buscara refugio en bitcoin, tendríamos un precio de 3,3 millones de dólares por unidad. Incluso con un tímido 1% (una cifra en línea con las recomendaciones de asignación que empiezan a dar algunos asesores financieros tradicionales) hablaríamos de 330.000 dólares. El triple del precio actual. Y eso sin contar la inflación del dólar en los próximos años ni las distorsiones que pueda generar una crisis financiera global, ni el aumento de la riqueza que se espera que haya año tras año en el mundo.

No es una predicción garantizada, por supuesto. Bitcoin sigue siendo volátil, y su precio puede desplomarse tanto como subir. Hay riesgos regulatorios, tecnológicos, incluso narrativos: el consenso de que es un "oro digital" no es inamovible. Pero tampoco es una utopía pensar en precios millonarios. El mismo ejercicio que hacen los inversores con el oro (preguntarse qué proporción del capital global busca refugio en él) vale para bitcoin. Y bitcoin tiene una ventaja: es programáticamente finito, transparente y global por diseño.

Hoy miramos la cifra de u$s 118.853 con asombro. Dentro de unos años, podríamos recordarla como el momento en que el mundo empezó a tomarse en serio la idea de que bitcoin no era solo un experimento nerd o un instrumento especulativo, sino un nuevo estándar de reserva de valor. Un activo que ya no necesita prometer ser dinero de todos para ser, al menos, la caja fuerte digital del mundo.

Tal vez ese sea su destino más realista. Tal vez sea mejor así. Porque el oro nunca compró cafés, pero definió imperios. Y bitcoin, en su lenta pero implacable marcha hacia la madurez, parece decidido a escribir su propia versión de esa historia.

Un bitcoin millonario no es una utopía. Es, sencillamente, un futuro posible. Y, para muchos, deseable.