Cuatro siglos de experiencias frustrantes por sus resultados, parecen no constituir prueba suficiente para insistir, una vez más, en el intento de llevar a la práctica un proyecto de ordenamiento económico fundado en los principios más ortodoxos de la visión mercantilista de la economía que alcanzó su apogeo durante el reinado de Luis XIV.
El mercantilismo como doctrina descansa en el principio de la acumulación de oro y metales preciosos como objetivo central de la política de una nación. Supone que cuanto mayor la acumulación de oro proveniente de la diferencia entre exportaciones e importaciones y la diferencia entre impuestos recaudados y gastos del estado, mayor será la solidez económica de una nación. Nociones económicas elementales como el nivel y poder adquisitivo de los salarios, la productividad, la eficiencia global, la plena ocupación, la distribución equitativa del ingreso y la riqueza, el nivel de consumo y el aporte que realiza la innovación tecnológica quedan fuera del marco de análisis. Se trata de una visión que solo podía prevalecer en una nación regida por un poder tiránico como la del monárquico mandamás que se ufanaba en sostener el estado soy yo, y que confunde sus ingresos y recursos con los de la nación. .
Sin embargo, como lo enseña la historia, aún los credos y las teorías arcaicas algunas de las cuales se presumían definitivamente sepultadas, resurgen cada tanto, a veces con ropaje renovado.
La crisis financiera internacional reciente con su masiva destrucción de empleos y patrimonios, no pudo quedar ajena a este fenómeno y en ese contexto propicio florecieron toda clase de iniciativas y propuestas destinadas a proteger en lo inmediato las fuentes de trabajo local, para lo cual nada más fácil que apelar a las viejas prácticas proteccionistas.
Hasta el momento sin embargo, en el mundo parece privar la cordura y no se advierte todavía que en el futuro se desate una ola proteccionista. Hubo si, países que intentaron sacar provecho aplicando medidas que de manera oblicua dificultaron las compras en el exterior, con el declarado propósito de impedir una supuesta pérdida de puestos de trabajo en su propio territorio. Con sus más y sus menos, fueron varios los que ensayaron rápidos movimientos destinados a trasladar a otras latitudes las consecuencias negativas derivadas de la crisis. Bienvenidas en ese caso las medidas destinadas a contrarrestar esos intentos de trasladar el impacto de la crisis a terceros países. Ahora bien, las medidas adoptadas recientemente en nuestro país con la indiscriminada limitación a las importaciones poco tienen que ver con el intento serio de resolver esta problemática.
La profunda interrelación e intrincada interdependencia que exhiben hoy las actividades económicas y en especial la industria, hacen que resulte prácticamente imposible aislar su funcionamiento del flujo comercial de bienes y servicios con el resto del mundo. Aun los bienes más simples y de manufactura más sencilla suelen estar vinculados en fases anteriores de la cadena de valor con procesos donde componentes de origen importado juegan un rol trascendente en su elaboración. Esto ocurre en casi todas las actividades económicas y en todos los países del mundo, sobre todo con los productos de mayor valor agregado. Esta es una razón adicional por las cuales el cierre de las importaciones conduce en el tiempo a sustituir productos con componentes importados por otros con un menor valor agregado, cuyo correlato es la elaboración de bienes con un menor compuesto salarial.
La pretensión de sustituir todos los componentes o productos importados por otros de fabricación local, tropieza siempre con la restricción de las limitaciones que impone el tiempo finito que caracteriza a toda actividad económica. El fracaso rotundo de todos los intentos de llevar a la práctica sistemas económicos autárquicos, constituye la prueba fáctica de los enunciados teóricos que adelantaban su inviabilidad en un mundo guiado por decisiones racionales. Insistir en su aplicación no resolverá ninguno de los problemas derivados de la crisis internacional que se pretende evitar, mientras que se corre el riesgo de ahondar la brecha que nos separa de los países donde gana terreno la competitividad.
El dilema que enfrenta la administración hoy es el de generar los recursos en moneda extranjera para cumplir con los compromisos financieros del ejercicio, sin tener que recurrir a una refinanciación parcial, que podría resultar de difícil obtención si no se resuelve previamente la regularización de las deudas pendientes con el exterior. El saldo superavitario proyectado en la balanza comercial, si bien significativo, no alcanzaría si se computa el probable descenso del ingreso de divisas esperado por las ventas al exterior de productos agropecuarios originado por la sequía y el mayor gasto de divisas derivado de la declinante producción de petróleo y gas. A ello se agrega la indefinición de soluciones racionales y duraderas para resolver ambas tendencias desfavorables, que alimenta entre otras, una fuga de divisas cuyo monto por si solo suma varias veces el requerido para resolver el problema que se quiere solucionar.
Solamente resolviendo el funcionamiento de ambos sectores es como se pueden generar en los recursos requeridos para atender los compromisos externos. Para ello se impone garantizar un conjunto de reglas estables que faciliten el crecimiento sostenible durante los próximos años, algo de casi segura ocurrencia si se logra compatibilizar las necesidades públicas con los intereses privados. Para ello, quizás lo más importante sea comenzar por enfocar el problema con una visión diferente, algo más actualizada del funcionamiento de la economía, donde la sinergia que depara el crecimiento suele resolver de manera mucho más sencilla y eficaz las limitaciones financieras ocasionales, sobre todo cuando los parámetros esenciales de la macro economía lucen bastante más ordenados que los de las relaciones desproporcionadas que condujeron a otros países a la crisis de la que hoy tanto les cuesta emerger.