

El incesante crecimiento en los últimos años de la presión tributaria trae consigo aristas preocupantes, por la conformación de un sistema impositivo cada vez más alejado del ideal teórico, con reglas poco claras y efectos distorsivos indeseados.
La recaudación de los tres niveles de gobierno prácticamente ha duplicado en esta última década su relación porcentual con el PBI, y se encuentra en niveles cercanos al 40 % del mismo.
Sólo a nivel nacional, se advierte una excesiva carga por el lado de los impuestos indirectos y sobre la nómina salarial. Alrededor del 77% del total recaudado por el Fisco (excluyendo tributos aduaneros) pertenece al grupo de impuestos regresivos y/o ineficientes económicamente.
Dentro del grupo de los impuestos directos (el 23% restante), se destaca el impuesto a las ganancias, pero con las deficiencias ya sabidas: progresividad prácticamente inexistente, tendiente a afectar con la tasa máxima del 35% a la mayor cantidad de trabajadores. A nivel empresario, la falta de ajuste por inflación impositivo grava ganancias ficticias, habiéndose declarado no en pocos casos confiscatorio.
Por el lado de los recursos aduaneros, el trofeo se lo llevan las retenciones a las exportaciones, que si bien pudieron haberse justificado en el 2002 frente al deterioro de los precios relativos internos, su subsistencia en el tiempo es cada vez más anacrónica y por propia incapacidad del sistema de reemplazarlas por otras fuentes de financiación más idóneas. Provocan pérdida de competitividad internacional y distorsiones serias en la actividad productiva, además de afectaciones patrimoniales muy graves (piénsese que por cada dólar de ingreso los exportadores ni siquiera reciben 4 pesos).
Por otro lado, la exacerbación recaudatoria de CABA, provincias y municipios ha mostrado ribetes parecidos: impuestos y tasas sobre actividades económicas se han casi triplicado, se ha re-generalizado el impuesto de sellos, aparecieron tributos sin lógica uniforme y contemplativa del resto de la estructura tributaria (vgr. impuesto a la herencia en prov. de Buenos Aires y Entre Ríos), y han pegado muy duro los gravámenes sobre las propiedades urbanas y rurales.
Existe una directa responsabilidad política en todo ello. Por mal que nos pese, el planteo sobre si es justa la distribución de la carga fiscal parece casi relegado a los ámbitos profesionales, cada vez con menos injerencia en ámbitos gubernamentales.
Subsiste el incumplido mandato constitucional de 1994 de una ley de coparticipación que contemple criterios objetivos de reparto, sobre la base de una distribución equitativa y solidaria en todo el territorio nacional. Sin embargo, alrededor del 70% de la recaudación nacional sigue en manos del gobierno central, y lo que transfiere conlleva una distribución injustificadamente dispar (para el año 2012, la prov. de Buenos Aires recibió alrededor de $2.100 por habitante, cuando otras como Formosa, Catamarca, Santa Cruz y Tierra del Fuego entre $11.000 y $15.000).
Los últimos anuncios tampo
co muestran valores superadores (ley de blanqueo, eliminación de la denominada lista negra de paraísos fiscales, etc.). Por el contrario, reavivan el tema en cuanto a que la política tributaria debe procurar altruismo social con objetivos de bien común. No es del caso discurrir en esta oportunidad sobre la ética en esta materia, pero sí está claro que son ambas partes de la relación jurídica tributaria (no sólo el contribuyente) las que deben cumplir con sus deberes y obligaciones.











