Parecería que todos los indicios apuntan al regreso de la crisis financiera, próxima a desatarse de no mediar en el muy corto plazo una solución creíble para la cada vez más insostenible situación de la economía griega. Más aún si en su caída, arrastra a las tambaleantes economías de los otros países súper endeudados de Europa.

Poco se ha reparado el rol jugado por el paradigma y el relato en boga vigente en los años anteriores a la implosión y que hoy aún constituyen obstáculos para encontrar una vía de escape amigable que permita sortear la crisis que se avecina.

Los primeros 7 años del siglo que corre fueron de un crecimiento nunca antes experimentado por la economía global, motorizada por: (i) el vuelco masivo de los dos países más poblados de la tierra hacia un sistema de iniciativa privada que incorporó decenas de millones de nuevos consumidores, (ii) la cada vez mayor liberalización del intercambio internacional que multiplicó el comercio y las oportunidades abaratando los costos de llegada al consumidor de la mayor parte de los productos exportables en el mundo, (iii) la expansión de la liquidez provocada por un mercado financiero global que no encontraba inversiones reales genuinas en las cuales canalizar los excedentes, (iv) las constantes innovaciones tecnológicas que posibilitaban un continuo aumento de la productividad y (v) el desmesurado aumento del gasto provocado por la intervención militar de EE.UU. en Irak y Afganistán.

Este último fue acompañado por un fenomenal aumento correlativo del gasto público en la mayoría de los países de Europa, financiado con emisión de deuda. La política de gastar hoy con cargo a los recursos que mañana tendrán que soportar las generaciones venideras, fue un imán demasiado poderoso al que no pudieron resistirse gobernantes y políticos de todo el arco ideológico. Era una herramienta demasiado atractiva como para no ser utilizada en un escenario que prometía crecimiento ilimitado y permanente. Cuando se crece a tasas elevadas, una deuda que se contrae hoy será equivalente en proporción a los ingresos, a menos de la mitad de su valor dentro de 8 años y por tanto, fácilmente pagable con un mínimo sacrificio. La piedra filosofal nunca encontrada por los alquimistas en la antigüedad, apareció ahora ante el mundo corporizada como un simple trozo de papel que prometía a sus tenedores convertirlo en oro multiplicando su patrimonio si eran capaces de guardarlo durante un tiempo prudencial.

Razonamientos parecidos y conductas contestes se esparcieron como reguero de pólvora también en el sector privado. Así como los gobiernos de Islandia, Grecia e Italia endeudaron al sector público de sus países hasta límites inverosímiles, de la misma manera lo hicieron consumidores y familias en Estados Unidos, España e Inglaterra. Al principio el gasto público se reveló como un eficaz, aunque no siempre eficiente, disparador para impulsar un mayor crecimiento, al inyectar en el sistema liquidez sobreabundante que se vuelca luego al gasto privado. La doble mención del término gasto en la oración anterior está puesta ex profeso, porque en el complejo sistema de medición de una economía nacional, el gasto público es un componente del cálculo del producto total. Es decir, en una economía donde el gasto público representa un 20% del PBI, un aumento del gasto público de un 30% en salarios genera en las estadísticas un aumento del PBI del 6% según la metodología de cálculo convencional. El que después ese aumento sea efectivamente mayor ó menor dependerá entre otras cosas de la proporción en que los que reciben ese gasto lo consuman ó lo ahorren y de la corrección hacia abajo que habrá que realizar en el producto como consecuencia del impacto inflacionario provocado por el aumento en el gasto.

La enorme masa de liquidez excedente disponible a muy bajo costo permitió entre otras cosas, que España pudiera contar con mayor número de viviendas que de familias, aunque claro, esa correspondencia no era necesariamente biunívoca. La cuestión era construir porque sobraba el dinero barato y el financiamiento a muy largo plazo. El que no hubiera necesariamente compradores para todas las casas era un problema que alguien resolvería en el futuro. Todos estos aparentes milagros parecían posibles porque el relato en boga basado en el nuevo paradigma ignoraba décadas de historia y experiencia anterior. Ahora proclamaba que cualquier país podía crecer a tasas inimaginables pocos años antes, multiplicando a su vez el gasto público hasta alcanzar niveles imposibles de sostener en el tiempo pero que en el presente permitían dar respuesta a todas las demandas.

El paradigma hablaba de una economía global que crecería de manera continua a tasas elevadas sin obligarse a incurrir en los sacrificios ni pagar los costos. Hoy nadie quiere renunciar a los beneficios recibidos ni a las promesas escuchadas en aquel momento.

El problema que se presenta ahora en los países al borde de la crisis, es que no se sabe muy bien como resolver políticamente el sobre endeudamiento del sector público al que se ha sumado el del sector privado, cuando la percepción de la población se torna nebulosa e incierta respecto del futuro. Los mecanismos tradicionales para reactivar la economía, mayor gasto público e inyección de mayor liquidez, aparecen hoy de compleja instrumentación. Son pocos los dispuestos a financiar un Estado sobre endeudado y hacerlo con mayor emisión monetaria, puede precipitar una corrida hacia monedas ó activos externos de mayor calidad en lugar de ser reinyectados en la corriente de inversión y consumo de la economía local.

Las economías emergentes sufrirán en alguna medida el impacto. No obstante, podrán seguir su camino ascendente si toman la precaución de adecuar sus metas a la evolución de la marcha de la economía global, ajustando las variables internas en estricta correspondencia.