Cualquiera sea la mirada o la opinión que uno pueda tener sobre la reciente tragedia que tuvo lugar en la estación ferroviaria de Plaza Once, existe un consenso bastante generalizado que como consecuencia de la misma sobrevendrá un quiebre en el devenir de la vida política del país. Más allá de las culpas, las responsabilidades y las complicidades que la justicia dirimirá en el ámbito penal y civil, en el plano político también habrá sentencias para los culpables, los responsables y los cómplices. Aunque no necesariamente se trate de los mismos actores, ni tampoco que los veredictos sean los mismos.
Dejando de lado las obvias falencias del servicio y su debido contralor que saltan a la vista de todo el mundo, los errores involuntarios y los intencionales que también existieron, es fácil intuir la escasa voluntad política para llegar a las causas últimas, aquellas que desde los inicios dejaron la impronta del destino de lo que iba a suceder de no mediar decididas acciones tendientes a corregir un rumbo que se eligió para no pagar un costo político que por el momento nadie parece dispuesto a asumir.
Cualquier funcionario público, dirigente político, empresarial ó sindical sabe que resulta absolutamente imposible sostener en el tiempo un servicio público como el transporte ferroviario con una tarifa igual al costo de tres caramelos en el kiosco de la estación ubicado al lado de donde va a comprar el boleto. Cualquier docente, dirigente de una organización social o deportiva, sabe que si además de la tarifa ridícula, la mitad de los usuarios tampoco paga el pasaje, tarde o temprano el sistema habrá de colapsar. Ese tiempo ha llegado y no por la reciente tragedia ó por el impacto que ha provocado en diferentes estamentos de la sociedad. El sistema ya colapsó hace tiempo, en el instante que los actores centrales del proceso consideraron más cómodo y menos trabajoso falsificar la historia que asumir el riesgo de corregir un rumbo que la realidad imponía.
Porque no hay que llamarse a engaño. El problema central de la política de transporte ha sido y sigue siendo el de pretender un servicio de amplia cobertura sin estar dispuesto a pagar por ello. A partir de esta inconsistencia, es que se derivan todos los demás errores y falencias que se trasladan después a las inconductas y las imposibilidades materiales.
Sin ninguna solución a mano, se agrega en los últimos días un problema más: la disputa por el traspaso del subterráneo y los colectivos que funcionan en el radio urbano. Es otro capítulo de una patética novela cuyo final aparece cantado: el ciudadano de a pie quedará por años condenado a viajar en un sistema de transporte público obsoleto, insalubre e inseguro. Como contrapartida, con algo de suerte quizás, la tarifa seguirá subsidiada, elemento que parece ser indispensable para ocultar los gruesos errores de diseño de la política, de las medidas adoptadas y la gestión del contralor.
Sin embargo no hay razón objetiva para que ese sea necesariamente el epílogo de esta saga, salvo que predomine la extendida costumbre de practicar la munificencia con los fondos de la ciudadanía. El transporte subterráneo funcionó durante los primeros años de concesión, sin recibir ninguna clase de subsidios. Nadie cuestionaba la tarifa plana de viaje con recorrido ilimitado ($0,90) con cuyos ingresos se atendían todos los gastos operativos y de mantenimiento del servicio. Alcanzaba además para financiar un programa de inversiones plurianual por más de $ 1.000 millones, según lo relata un periodista bloguero dedicado a bucear los antecedentes de este insólito conflicto.
No menos paradójico resulta el caso del colectivo, emblema de la capacidad inventiva vernácula que durante años lo proclamó entre sus mayores logros, junto con la birome y el sistema dactiloscópico policial. Lo cierto es que por décadas prestó un servicio público eficaz, accesible para toda la población urbana, sin requerir ningún tipo de subsidio. La red de colectivos se expandió cubriendo prácticamente toda el área metropolitana conforme lo fue haciendo el proceso de urbanización, con una frecuencia llamativa y una flota que se renovaba periódicamente incorporando siempre unidades de mayor porte y confort. Hasta el día que se puso en marcha una política de sintonía gruesa y así llegamos a estar hoy en el punto que estamos.
Es importante señalar que no existen impedimentos técnicos ni económicos para que toda la Región Metropolitana cuente con un sistema de transporte que a la vez de eficiente y sustentable, resulte accesible para toda la población. Basta convocar y poner a trabajar a la gente especializada en el tema, que la hay y que sabe como hacerlo. Requiere eso sí, de una condición previa, un requisito que por el momento se entrevé como un obstáculo difícil de sortear: la necesidad de un diálogo sincero entre las partes involucradas y que forman parte indisoluble del problema: la nación, la provincia y los municipios.