

Se cumplen 26 años de la recuperación de la democracia. El tiempo transcurrido permite hacer algunas reflexiones que se independizan del despotismo de la coyuntura, a la cualsomos tan afectos.
Un primer análisis es que la solidez del régimen político se produce simultáneamente con el desalojo del autoritarismo en la región y en el mundo. Al punto, que las nuevas experiencias sociopolíticas latinoamericanas confirman el sistema de representación por vía electoral y la pluralidad política; para alcanzar o permanecer en el poder.
El sistema, con sus más y con sus menos está vigente en el mundo occidental. La clave de su distinción es la conquista de la subjetividad colectiva, la ampliada legitimidad que la democracia tiene entre los representados, siendo minúsculos los grupos antisistema. Si seguimos en el análisis, vamos a encontrar que además de sus virtudes, la democracia no resuelve, espontáneamente, las principales demandas; pero es el único camino posible para amortiguar los males que produce y consume la misma sociedad. Al no haber un mecanismo automático, esto privilegia a los actores y su voluntad; lo que significa ponderar la negociación, el diálogo.
La prueba de que la democracia no está cristalizada sino que es un devenir, la tenemos cuando registramos los saltos en este cuarto de siglo en que la evolución no fue un fluir sereno, sino que tuvo, momentos de fuerte oleaje y de vendaval. Pero, alejada la posibilidad de una interrupción de facto; que hoy convierte a Honduras en un anacronismo, la democracia contiene en su seno a sus beneficiarios; satisfechos o insatisfechos.
A esta altura y con un poco más de madurez podemos decir que la democracia, sigue tironeada por sus diferentes intérpretes. La interpretación construye la demanda, y la tensión de imponer una verdad relativa de mayorías transitorias.
Para unos la democracia es escasa y para otros es suficiente. Para algunos tiene una deuda social, y para otros es la garantía de protección de la individualidad y los mercados, y con eso es suficiente. Pero, la actual introducción de la equidad como parámetro de inclusión en el sistema político, es un avance fundamental en la progreso de la humanidad.
En lo controversial, la democracia despliega sus aptitudes, y está lejos del mito que la asocia con la pax romana. Mito que los medios masivos y el sentido común refuerzan constantemente con la consecuencia del desencanto cuando la demanda social interrumpe la calle. El desencanto no tiene sentido innovador, y no construye una alternancia sistémica, pero socava el dinamismo de un régimen que tiene que moverse para vivificarse. En los tramos interiores e inciertos de la gobernabilidad que fluctúa entre dos extremos: la anarquía y el inmovilismo; está la política como virtud superior.
La concepción sobre el ideal democrático como poliarquía, en que los diversos poderes se neutralizan; constituye una asignatura pendiente entre nosotros, dado que los poderes fácticos sobresalen y todavía no logran armonizar con la institucionalidad. Otra, es la importancia de acordar los procedimientos para resolver los conflictos. En nuestra evolución republicana todavía somos prisioneros de la preferencia por la facción, y la anulación simbólica del otro.
Una mirada larga sobre el cuarto de siglo, permite acentuar aquello que no podrá repetirse: la experiencia del gobierno de Alfonsín acorralado, por residuos autoritarios. En cambio tenemos, aunque no lo registre la opinión pública; la modernización consonante con occidente, y una mayor integración regional. Nuestros logros legales, culturales, sociales; conforman al cabo, un balance más positivo que negativo.
En el tiempo corto estamos concluyendo un ciclo que comenzó en 2001 y que todavía impera en la memoria colectiva como un drama. Estamos en condiciones de convertirlo en una página terminada, porque el futuro ya está entre nosotros y tenemos mucho nuevo por hacer.










