Las variaciones en los precios son un fenómeno usual de cualquier economía dinámica. Provienen de cambios en los gustos y los hábitos de la población, modificaciones en los ingresos, la innovación y los desarrollos tecnológicos y en general, de todas las manifestaciones que impactan sobre la oferta y demanda de bienes y servicios. Pero en tanto la cantidad de dinero en circulación acompañe ese cambio en la producción total, el nivel general de precios permanecerá relativamente inalterado, pues las subas en algunos bienes ó servicios se compensarán con las bajas en otros.
Algunos precios, -en particular los salarios- por disposiciones legales ó por fuerza de la costumbre son inflexibles a la baja, por lo que la corrección de los precios relativos se realiza siempre en sentido ascendente para facilitar el deslizamiento de los demás precios hacia un nuevo punto de equilibrio. Pero esas variaciones no derivan en una espiral inflacionaria si la política monetaria y fiscal acompaña este proceso de manera ordenada. Sobre todos estos aspectos y la mecánica del proceso de ajuste, existe un consenso casi unánime entre los economistas de todas las escuelas e ideologías. Si los aumentos son poco relevantes y circunscriptos a productos con escasa incidencia sobre los costos de otras actividades, las variaciones hacia arriba en los precios no generan espirales inflacionarias.
Cuando se discute la inflación, casi siempre se omite que además de los precios, impacta también sobre los productos y las empresas. Todos los días ingresan nuevos productos y servicios al mercado, así como nuevas empresas que los proveen. De la misma manera, también desaparecen bienes y servicios que han dejado de tener utilidad para la población ó que han quedado obsoletos por el progreso tecnológico. También lo hacen las empresas, cuando quedan rezagadas tecnológicamente ó no pueden seguir compitiendo en precio y calidad con su propia producción.
En condiciones normales, las empresas que ingresan al mercado absorben los recursos técnicos, financieros y humanos que dejan de utilizar las empresas que son desplazadas, aunque el balance pocas veces llega a ser equilibrado ó simultáneo en el tiempo. Pero este tenue desequilibrio, se altera abruptamente cuando se agrava el proceso inflacionario. Desaparece mayor número de empresas que las que ingresan para mantener equilibrado el volumen de producción y empleo.
Por eso la inflación conduce a la recesión. A pesar de los distintos argumentos que se esgrimen en apoyo de uso para impulsar el crecimiento económico, la única realidad es que no se registra en el mundo un sólo caso que demuestre que la inflación condujo a un crecimiento genuino ó a una redistribución equitativa del ingreso. Los resultados muestran mayor concentración de la riqueza y una pauperización de los estratos inferiores de la población.
Este no es un resultado casual. Es el desenlace inevitable de un proceso donde la asimetría de la información y la capacidad de defender el poder adquisitivo se encuentra completamente inclinada en favor de quienes disponen de mayor capital atesorado, mayores ingresos y mejor información. Lo mismo sucede en el ámbito empresarial, donde los aumentos en los precios nunca son parejos ni uniformes. Cuando la tasa de inflación es del 30%, habrá bienes y servicios que supera el 60 % de aumento mientras que otros estarán por debajo del 10%. Aquellos cuyos ingresos apenas aumentan un 10% mientras sus costos lo hacen a un 60%, están condenados a desaparecer.
Algo parecido sucede con los salarios cuando el rango de aumentos como en el pasado inmediato osciló entre un 17% y un 49%, sin computar en este cuadro los aumentos menores recibidos por los trabajadores informales ó fuera de convenio. Esta dispersión de los precios por inflación, genera un fuerte impacto negativo sobre la inversión y el empleo. Una empresa pública ó privada pueda llevar a cabo ahorros y mejoras para neutralizar un aumento de un 3% ó de un 5% en sus costos, pero no cualquiera puede hacerlo cuando ese aumento trepa al 20% ó más sin poder trasladar el costo al precio.
Cuando las empresas no pueden readecuar su operación al nuevo esquema de precios relativos como lo demuestran las experiencias de la explosión de 1975, la crisis de 1982-83, las hiperinflaciones del 88-89 y de fines del 90 ó la gran devaluación de 2002, no sólo marcan el fin de los días de su existencia. Arrastran consigo un elevado desempleo que luego no encuentra fácilmente inserción en el ámbito laboral formal.
Es también una de las razones por las que el sostenido crecimiento entre mediados de 2007 y mediados 2010 no se traduce en la misma medida al nivel de empleo. Mientras la actividad económica se expandió un 5,8% anual, el empleo formal apenas lo hizo en un 3,1% mientras que el no registrado lo hizo en una proporción aún menor. Comparando con lo sucedido entre 2004 y 2007 cuando la inflación estuvo relativamente controlada (9,5% anual), el crecimiento del PBI de 9,7 % anual se correspondió con un aumento del empleo del 10,4 % anual.
Por cierto que el período iniciado en 2004 arrancó con un nivel de actividad mucho más bajo y un nivel de desempleo mucho más alto, pero eso no alcanza a explicar la relación desfavorable entre 2007 y 2010, cuando la desocupación todavía era de dos dígitos con posibilidades de ser absorbida en buena medida por el crecimiento del producto. La elevada inflación entre 2007-2010 (23,3% en promedio) no sólo inhibió un aumento en la inversión, también desequilibró el balance de entrada y salida de empresas abatiendo el crecimiento del empleo. El esfuerzo por mantener estable el nivel de precios que realizan casi todos los países del mundo, no se corresponde con los dictados de ninguna escuela económica ó ideología política. Es simplemente el fruto de la experiencia que muestra que la estabilidad proporciona la mejor plataforma para cualquier política que propugna una mejora efectiva de los ingresos de la población para facilitar la inclusión de los sectores más postergados.