Ica es el nombre del departamento ubicado al sur de Lima y al norte de Arequipa, que se encuentra recostado sobre la costa del Pacífico. Aunque las tiene –y muy buenas– no son sus playas la principal atracción para los viajeros, sino otras arenas más vastas y escurridizas: las del desierto. Ese que contiene en sus límites sitios tan fascinantes como la pequeña Pisco, la Reserva Nacional de Paracas, el sorprendente oasis de Huacachina y la enigmática Pampa de Nasca. El orden no es azaroso, sino que responde a un camino que desde la capital peruana hacia el Sur permite disfrutar de uno de los sitios con más interrogantes del continente.

Partiendo desde Lima por la Carretera Panamericana Sur, el camino hacia Ica, capital del departamento al que le da nombre, requiere cuatro horas de manejo a lo largo de 300 kilómetros. Pero antes, el viajero debería pasar por la Reserva Nacional de Paracas. Se trata de una península ubicada a 250 kilómetros de Lima donde se encontró evidencia de ocupación humana de, al menos, hace 5.000 años. Pero lo más interesante es que en esta zona árida, y en apariencia yerma, hubo una cultura que se desarrolló entre el año 600 a.C. y el 400 d.C. Es decir, un milenio durante el que desarrollaron su industria textil, la alfarería y la medicina, con sus llamativas trepanaciones y deformaciones craneanas.

La reserva cuenta con 335.000 hectáreas de terreno costero y una de las excursiones más comunes –pero no por eso menos recomendable– es la navegación hasta la Isla Ballestas: lobos marinos, pingüinos de Humbolt y parihuanas (una suerte de flamenco) serán los anfitriones en el lugar. Pero además, el viaje reserva otras riquezas. Volviendo la vista hacia tierra firme, se divisa el Candelabro, un gigantesco geoglifo (figura trazada en el suelo) de 120 metros de extensión. Es el primero de una serie que desbordará los sentidos cuando el viaje avance.

Rumbo a Ica

También de pasada –cuando se viaja desde Lima, 25 kilómetros antes de llegar a Paracas– es necesario atravesar la pequeña población de Pisco. Su nombre remite correctamente al aguardiente de uva que nació en estas tierras y se popularizó ya en la época del Virreinato del Perú. Sin embargo, este pueblo de pescadores y agricultores, fundado por el Marqués de Mancera en 1640, no es el principal centro productor de la delicia etílica en cuestión. Para encontrar las antiguas y reputadas bodegas iqueñas, habrá que seguir camino a Ica.

Aún hoy existen más de 80 bodegas artesanales, que conservan alambiques de la época colonial. Lazo, Catador, Sotelo y Acuache son algunos de los nombres que han recogido prestigio en su historia. Al igual que Viña Tacama, un establecimiento que fuera propiedad de los jesuitas y que conserva la casona y las viejas caballerizas de antaño. El sitio, ubicado a sólo 40 minutos de Ica, se puede visitar todos los días, de 9 a 17 (conviene confirmar al 00 56 22-8395). Cuatro kilómetros más al sur, Bodega Vista Alegre (0056 23-2919) complementa el recorrido, ya que permite apreciar características de la usanza colonial para procesar la vid. Finalmente, se arriba a Ica, centro de operaciones para los siguientes pasos del viaje.

El desierto

Además de visitar la catedral del siglo XVIII o el Museo de Marie Reiche para aprender más sobre las culturas que habitaron la región, la lista de edificios destacados y excursiones interesantes se vuelve extensa. Al momento de elegir, entonces, hay que priorizar dos opciones. La primera es un paseo corto, para realizar en una mañana o una tarde, a la Laguna de Huacachina, un oasis con todas las letras: el espejo de agua resalta en un paisaje de dunas y palmeras como si hubiese sido extraído de algún cuento de Medio Oriente.

La segunda elección es más importante y justifica por sí sola cualquier viaje: las Líneas de Nasca, un misterio irresuelto y cautivante. A 169 kilómetros de Ica (25 kilómetros de la ciudad de Nasca) por la Carretera Panamericana Sur, una red de líneas y dibujos de animales y plantas atribuidos a la cultura Nasca cubren un área de 350 km2 aproximadamente. La alemana María Reiche pasó medio siglo tratando de desentrañar su origen, su función y el modo en que fueron hechas por quienes no tenían medios para verlas desde el aire, que es como se logra apreciar su dimensión y forma. Sentarse durante horas a observar desde un mirador de 12 metros de altura la forma de una mano o un árbol es un ejercicio que despierta la curiosidad hasta niveles insospechados. Al día siguiente, es incontable la cantidad de preguntas que se agolpan en la cabeza antes de subirse a una avioneta para ver el cuadro completo desde el aire. Son 70 figuras caladas en la tierra mezquina del desierto, hace 1.500 años. ¿Qué son? Ningún

viajero llega a saberlo. Pero todos se rinden ante su majestuosidad.

Tomás F. Natiello