El presidente Donald Trump dio inicio a la guerra comercial contra China que siempre ha deseado, lo cual causa preocupación en la comunidad empresaria estadounidense.

Si bien existe un amplio consenso en Washington de que Norteamérica debe encontrar una respuesta más contundente ante una China en ascenso, existe un temor real a que la administración Trump no tenga una estrategia para poner fin a la guerra que acaba de iniciar.

Si el conflicto fuera militar, Washington ya estaría inundado de personas advirtiéndole al presidente que debe prestarle atención a la llamada Doctrina Powell. Nacida de las lecciones de Vietnam, ésta sostiene que no debes iniciar un conflicto sin tener una estrategia de salida.

Dicho en esos términos, la guerra comercial de Trump con China podría ser como invadir Afganistán, un atolladero sin salida.

Incluso aunque Trump crea que está cumpliendo con la promesa de brindar la protección comercial, una política centrada en ganancias políticas a corto plazo podría causar una disrupción a largo plazo en las dos economías más grandes del mundo.

En los últimos días, muchos empresarios le han suplicado a la administración Trump que no imponga aranceles a la electrónica, los zapatos y otras importaciones procedentes de China, que van mucho más allá del acero y el aluminio que ya el mandatario tenía como blanco. Sin embargo, Trump está considerando hacer exactamente eso.

Se espera que su administración anuncie en breve las conclusiones de una investigación "Sección 301" sobre las prácticas de propiedad intelectual de Beijing. Personas cercanas a los resultados dicen que acusarán a China de forzar la transferencia de tecnología por un valor de u$s 30.000 millones al año desde compañías estadounidenses que intentan hacer negocios en China. Se mencionará cómo firmas en EE.UU. han perdido ingresos de miles de millones de dólares ya sea debido a la intervención de hackers chinos respaldados por el Estado que se están robando propiedad intelectual o a través de derechos de licencias perdidos.

Washington impuso nuevos aranceles a importaciones chinas por u$s 60.000 millones al año. Al mismo tiempo, se espera que EE.UU. fije restricciones a las inversiones chinas y posiblemente incluso nuevos límites a las visas para los ciudadanos chinos.

Pero la pregunta es si el gobierno de Trump está preparado para negociar con Beijing para abordar los problemas subyacentes. ¿Cuál es su verdadero objetivo?

Trump habla de reducir el déficit comercial anual de u$s 375.000 millones con China y pidió a Beijing que desarrolle un plan para bajarlo en u$s 100.000 millones. Él y otros en su administración también mencionaron traer fábricas de vuelta a EE.UU. En otras palabras, su enfoque es mayormente local.

Pero para las empresas estadounidenses, las verdaderas ganancias vendrían de un cambio real en el régimen de propiedad intelectual de China, las reglas de inversión y otras regulaciones que dificultan la actividad comercial en China. El objetivo de ellas es abrir aún más el lucrativo mercado de China.

Obtener tales concesiones requeriría una ardua negociación. Pero desde el equipo de Trump dijeron en repetidas ocasiones que están hartos de hablar con China. El año pasado congelaron la línea principal de las conversaciones económicas bilaterales. Están convencidos de que cada gobierno norteamericano que ha negociado con China ha sido engañado.

Algunos ex funcionarios estadounidenses que han tratado con China reconocen que la Casa Blanca de Trump tiene buenas razones para desconfiar de las conversaciones. Los funcionarios chinos saben cómo atrapar a sus interlocutores en discusiones interminables que no van a ninguna parte. Los partidarios de Trump sostienen que el presidente trata de forzar a China a cumplir con sus promesas de reforma, creando consecuencias reales para Beijing en lugar de participar en las interminables conversaciones.