

Martín Filkenstein es un privilegiado. Vive con su mujer y sus tres hijos en Nir Oz, uno de los kibutzim que primero poblaron estas tierras yermas en Israel y hoy producen maní, palta y pimientos. Es un poblado fundado en 1955 bajo la utopía socialista de esos tiempos, donde nadie es dueño de la tierra sino el colectivo y cada decisión es fruto del debate y la postura de la mayoría.
En otro kibutz, más alejado, vive su mamá. Y un poco más lejos, en la misma línea sur, su hermana con su familia. Los viejos cuentan que de chicos se subían a un tractor y cruzaban por los plantíos hasta la playa mediterránea que hoy está en la Franja de Gaza. Tiempos en que la convivencia era pacífica y el paso de un lado al otro, habitual.
Aquí nunca gana la derecha. Y del grupo de los fundadores hay pobladores que traen y llevan a diario a niños palestinos a la escuela israelí, donde tenían mejores condiciones de vida y aprendizaje. O eso hacían, porque fueron asesinados.
Por eso nadie entendió qué era lo que pasaba cuando a las 6.30 de la mañana la alarma los mandó a los refugios. No tanto por ese momento puntual, casi habitual en sus vidas, sino porque pocos minutos después escucharon que había gente recorriendo las casas, gritos en árabe que se mezclaban con metrallas, golpes y granadas.
Esperaban que el ejército llegara para hacerse cargo de la situación. Pero tardó. Tardó y tardó. Recién a las 16.30 aparecieron. Fue el último kibutz al que ingresaron para liberar. ¿A quiénes? Unas muy pocas familias.
La mayoría de los 400 residentes habían sido asesinados o tomados de rehenes. Y las casas, saqueadas. Martín calcula que, en determinado momento, había 300 personas quemando o robando sus hogares, entre terroristas, mujeres y hasta niños.

El soldado que salvó a sus amigos del ataque y murió
Pablo Kaputsiansky vivió algo parecido. El kibutz Reeim no sufrió tantas pérdidas humanas directas, "apenas" asesinaron a cinco jóvenes que estaban en las primeras casas, bien pequeñas, construidas para los que arrancan la vida adulta. Entre ellos, una pareja que fue traída por un joven soldado israelí que entregó su vida para salvarlos.
Los tres estaban en la fiesta Supernova donde después se supo que fueron asesinadas 360 personas, muy cerca de Reeim. El soldado les dijo dónde podían esconderse hasta que pase la locura. Los encerró en una de esas casas, se quedó afuera para recibir el ataque de los terroristas y murió defendiendo a sus amigos. Estaba desarmado.
Los sobrevivientes de Nir Oz y Reeim fueron llevados a lugares más seguros de Israel. Les dieron hoteles o viviendas por un año como una transición que nadie sabe cuándo termina ni cómo. Pero Martín y Pablo decidieron volver a trabajar a los kibutz durante la semana. Uno, para seguir produciendo alimentos en las tierras agrícolas. El otro, para abrir la fábrica que está al lado de su comunidad con insumos que requiere el ejército. Durante el fin de semana viajan para estar con sus familias.
Los demás días están solos, recibiendo a los grupos que visitan las zonas que fueron atacadas, manteniendo la moral en alto, no pensando demasiado cuándo será el momento en que finalmente las cosas volverán a la normalidad y los niños corretearán por esos esos parajes rodeados del verde que sembraron sobre el desierto y la vida es habitualmente pacífica y sacrificada.

El reservista que se quedó en el territorio para defenderlo
Otro es el caso del teniente coronel de reserva Guideon (Guidi) Harari, un israelí que vivió en la Argentina entre los 5 y 12 años, donde hizo la escuela primaria. Vive en She'ar Yashub, un pueblo ubicado a dos kilómetros del Líbano, un territorio dominado por Hezbollah. Es un lugar paradisíaco, parte de la reserva natural Hermon, junto al río Banias, un brazo del Jordán.
La zona fue evacuada, y si bien nadie está obligado a abandonar su hogar, la mayoría aceptó los traslados por evidentes cuestiones de seguridad. Del otro lado de la frontera lanzan cohetes antitanques que no siempre pueden ser interceptados y siempre puede suceder que alguno no sea interceptado. La región, además, está en alerta permanente. Allí, de un momento a otro, puede desatarse la guerra, una hipótesis que nadie desconoce.
El trabajo de Guidi es distinto. Como reservista y líder del grupo de emergencia, recorre el lugar armado con una ametralladora que no deja ni a sol ni a sombra. Allí la vida se paró. Las casas están vacías, el turismo local que recibían ya no visita el lugar y solo se ven soldados que custodian los ingresos para evitar intrusos.
La preocupación pasa por generar condiciones sustentables de seguridad que permitan vivir a las familias con alguna certidumbre. En concreto, en este rincón de la tierra, se trata de alejar a los efectivos de Hezbollah de la frontera unos 15 o 20 kilómetros hacia adentro del Líbano.
La aspiración suena limitada, sí. Sucede que en Israel nadie cree en soluciones definitivas. Les gustaría sentir que todo puede cambiar, pero el optimismo no es lo que domina la escena. En cambio, tienen una convicción. "Estamos preparados para lo que nos toque, vamos a luchar, este es nuestro lugar en el mundo. Si la única alternativa que nos dejan es la fuerza, lo defenderemos con la fuerza". Palabras de Guidi: sentimiento generalizado en todo el país.













