A escasos días de las elecciones presidenciales, el clima de incertidumbre se extiende a todos los aspectos de la vida nacional. Nada nuevo para un país que, más allá de haber afianzado el funcionamiento regular de su sistema político, sigue sin resolver cuestiones básicas que hacen a la economía, el desarrollo y la protección social y, sobre todo, la calidad de la convivencia democrática. Las tendencias electorales resultantes de las elecciones de agosto se han mantenido, hasta el momento, estables. Sin embargo, es obvio que, más allá y por debajo de la aparente inalterabilidad de los porcentajes electorales, todo fluye y se reacomoda de modo constante, en función del impacto de los episodios propios de una competencia electoral. En definitiva, triunfara quien cometa menos errores. Cada iniciativa ofrece ventajas e inconvenientes. Cada paso hacia adelante implica, casi simultáneamente, un paso hacia atrás. Cada intento de fidelizar a un determinado target electoral supone a su vez costos y consecuencias negativas sobre otros targets alternativos. La suma algebraica final es compleja y todo indica que la incertidumbre tendera a acrecentarse con el correr de los días. Bajo estas condiciones resulta natural que la ansiedad por los resultados se vea ya desplazada por preocupaciones incluso más profundas, referidas a la gobernabilidad final del sistema. La fragmentación de las fuerzas políticas augura conflictos difíciles de arbitrar en un contexto institucional cada vez más debilitado. Los resultados de la todavía inexplicable pugna interna entre sectores de la oposición demuestran que, en la Argentina, la competencia interna no sólo debilita y desestructura a las fuerzas políticas. Por, sobre todo, fija limites cada vez más importantes a la posibilidad de estrategias de cooperación. Como en casi todos los órdenes de la vida social, los argentinos no están habituados a competir. Mas bien, al contrario, prefieren cooperar en lo que habría que competir y competir en lo que deberían cooperar. Regla típica de las sociedades mafiosas nacidas en el Mediterráneo. De allí el culto a la oferta , el abuso constante de las posiciones dominantes y el rechazo abierto a todo lo que contribuya a institucionalizar la genuina competencia democrática. Un análisis de la experiencia de las fuerzas políticas, sindicales o empresarias en los últimos cuarenta años abunda en ejemplos ilustrativos de los obstáculos con los que volvemos a tropezar una y otra vez, sobre todo en tiempos de cambio del ciclo político como el actual. Nada asegura que las próximas elecciones vayan a contribuir en algo al fortalecimiento del funcionamiento del sistema político. Más bien al contrario, de confirmarse las tendencias actuales, profundizaran el empate social que hoy paraliza a las instituciones y a las fuerzas políticas en competencia. La emergencia de una tercera fuerza electoral con posibilidades cada vez más ciertas de triunfo en las elecciones el próximo 22 de octubre ha conmovido al país oficial. Los gobiernos nacionales, provinciales y municipales han reducido al mínimo sus actividades. En el orden nacional, la dirigencia solo conserva sus reflejos defensivos, reducidos a reacciones defensivas mínimas ante los "cisnes negros" que día a día jaquean a los eslabones más débiles de una cadena de complicidades que operan como "herencia recibida", expresiva del clientelismo y la dominación feudal todavía vigente en zonas críticas de la geografía política del país. Los resultados ya avanzados por las PASO del mes de agosto sugieren riesgos no menores. La idea tradicional de que después de la eliminación del Colegio Electoral en la Constitución del '94 al Presidente lo elige el 40% del electorado residente en el AMBA parecería quedar atrás, desplazada por la presencia de esta nueva fuerza, aun inorgánica que viene del interior profundo y se orienta en función de una nueva agenda de prioridades. Es el 'polo oculto' hasta ahora activo de la política argentina, que busca gravitar y expresar nuevas legitimidades y demandas insatisfechas, largamente sojuzgadas por la política de la crispación. Como bien indica el politólogo Martin Szulman en un ensayo reciente acerca de la nueva geografía electoral emergente, Javier Milei fue el candidato más votado en seis de las doce ciudades con más de 500 mil habitantes. Por otra parte, en las ciudades de entre 300 mil y 499 mil habitantes, que son 20, Milei se impuso en 11, es decir en más de la mitad. Y mientras más nos alejamos de los grandes centros urbanos, mejora su rendimiento: entre las urbes de entre 100 mil y 299 mil habitantes, que son 60, el candidato de ultraderecha fue el más votado en 50 de ellas. El voto libertario expresa una fuerza transversal, que actualiza, cuarenta años después, la gran promesa inicial pendiente de la transición democrática. En un escenario de pluralismo creciente, es posible que Milei vuelva a imponerse -de modo aún más contundente, sin partido, sin territorio y casi sin representantes locales- tanto en las provincias ricas de la zona núcleo de la Pampa Húmeda, como Córdoba, La Pampa y Santa Fe, como en el bien en provincias pobres del norte argentino: Salta, Jujuy, Tucumán, Misiones, La Rioja. De hecho, como bien subraya Szulman ya se ha impuesto antes en el 73% de los municipios con mayores promedios salariales y en el 83% de los que ostentan salarios medios. Fue también votado en ocho de las 10 ciudades más ricas y en seis de las 10 ciudades más pobres del país. La nueva fuerza proviene sobre todo del interior y accede al poder casi sin compromisos con el orden establecido. Seguramente, enfrentara a veinte años de hegemonía compartida entre el peronismo del Conurbano y el arco variopinto de peronismos provinciales. La lógica de los tres tercios tiende a esfumarse bajo el impulso de una nueva polarización. Los datos disponibles excluyen al menos por el momento una victoria en primera vuelta, lo cual implica una casi segura alternativa de segunda vuelta, con pronóstico todavía reservado. Cabe entonces augurar una distribución abierta del poder parlamentario, seguramente centrifugado por la crisis interna de las coaliciones. Con poco más de 40 diputados nacionales y una mínima representación en el Senado, el nuevo Presidente deberá desarrollar una estrategia de reconstrucción del Ejecutivo del tipo de la que desarrollaron en su tiempo otros presidentes sin partido ni territorio como fueron Carlos Menem o Néstor Kirchner. Un escenario complejo e inquietante, aunque ciertamente no ajeno a la experiencia de otros procesos de transición presidencial.