La Argentina se despertó ayer con la peor de las sospechas. Se despertó con la sensación de haberse convertido en un Estado mafioso. La muerte del fiscal Alberto Nisman, el abogado que había acusado a la Presidenta y a cuatro de sus simpatizantes de impulsar el imperdonable acuerdo con Irán para favorecer la situación de varios sospechosos del atentado a la AMIA de 1994 a cambio de petróleo y compras de soja en dólares, ubica al país adolescente en uno de esos períodos de regresión institucional que se repiten a pesar de la restauración democrática.
No es la primera vez que sucede desde 1983. El asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas y el misterioso suicidio del empresario Alfredo Yabrán en los años finales del menemismo. La represión y los muertos en el epílogo caótico de la Alianza. Ese desaliento. Esa impotencia. Ese vaho de impunidad es el que se desprende ahora de la muerte también oscura del fiscal Nisman. Ayer tenía que haber explicado en el Congreso las pruebas por las que creía que Cristina Kirchner, Héctor Timernan, Andrés Larroque, Luis Delía y Fernando Esteche habían facilitado que un grupo de dirigentes iraníes echara una nueva cortina de humo sobre las cenizas heladas del ataque a la AMIA. Aquel capítulo del terror que mató a 85 argentinos y del que no se conocen razones ni culpables tras veinte años de negligencias políticas, diplomáticas y judiciales.
Pero Nisman está ahora en una morgue judicial, custodiado por policías y forenses que buscan en su cuerpo sin vida las respuestas que el fiscal jamás pudo dar en el Parlamento. Es imprescindible que la Presidenta y su gobierno despejen estas dudas que carcomen a una sociedad tan entrenada en el dramatismo. Es hora que el espionaje deje de estar administrado por amigos o delincuentes.
Es urgente que los funcionarios judiciales consigan poner a salvo la investigación de Nisman y avancen con más fuerza que nunca para esclarecer cada delito cometido sobre los cadáveres y los escombros de la AMIA. Y es necesario que la tantas veces endeble dirigencia opositora recree con responsabilidad un escenario de garantías políticas que proyecte al menos un futuro algo más optimista.
Sólo hay que observar el planeta y los cambios globales de las últimas décadas. Los estados mafiosos no llegan a ningún lado y castigan con crueldad a sus ciudadanos. La muerte no es buena compañera de ningún proceso político. Y mucho menos cuando comienza un año de elecciones y de transición del poder. La Presidenta nos debe mucho más que una carta en facebook con excusas que suenan a realismo mágico. Es hora de ponerle fin a la cultura de la confrontación que el kirchnerismo exageró hasta generar esta decadencia. La Argentina se debe a sí misma un capítulo de transparencia, de tolerancia y de progreso. La muerte misteriosa de Nisman nos ahoga en dudas y nos vuelve a demostrar que hacen falta nuevas y poderosas convicciones para darle racionalidad a nuestro destino.