

Cuando una empresa de gran envergadura debe tomar una decisión de largo plazo sobre la Argentina, la pregunta que le hace a sus ejecutivos locales no es a cuánto está o va a estar el dólar, sino quién será el presidente en 2019. Está claro que esas compañías tienen una percepción clara sobre el potencial del país, pero cuando el agua está turbia (por el motivo que fuese, sea interno o externo) la primera decisión es esperar a que se aclare. Los administradores de fondos son menos contemplativos: venden y ceden el riesgo a un tercero.
Este es el escenario actual de la economía. Por eso la suba del riesgo país argentino a niveles récord, y la salida de capitales que habían vuelto a apostar por el peso, ganancia que quedó licuada con el salto del dólar que gatilló la crisis de la lira turca.
El Gobierno había conseguido una nada despreciable paz cambiaria, a costa de tasas de interés superiores a 40%, que le permitían ilusionarse con un sendero descendente de la inflación. Con el peronismo desconcertado por el impacto político de la corrupción en la era K, el Ejecutivo también se sentía cerca de lograr el consenso fiscal necesario para bajar el déficit fiscal de 2019 a 1,3%.
Pero ahora hay un doble temor. Por un lado, por la magnitud que pueda adquirir la crisis turca (desatada por una sanción comercial de EE.UU. el viernes pasado). Y en segundo lugar, por las posibilidades que tenga la Casa Rosada de frenar el contagio del cuadernogate en el mundo de la obra pública, ya que el efecto sobre la economía real puede ser tan duro (o más) como el del ajuste fiscal.














