

En Argentina no hay político que no hable de la relevancia del empleo, que no se angustie con la informalización o que no esté convencido que un aumento del desempleo es el peor flagelo que le puede ocurrir a una sociedad. Sin embargo a pesar de toda esa energía emocional, nadie repara en los altísimos impuestos que paga el trabajo. Por cada $ 1000 que recibe un asalariado el empleador paga $ 360 de impuestos por contratarlo. Más allá de la retórica, el trabajo en Argentina parece ser tratado no como algo que hay que promover sino como si fuera tabaco: ¡Impuestos bien altos para desalentar su consumo!
En otras palabras podemos decir lo obvio: si nos interesa reducir la informalidad laboral y nos interesa el ingreso real de los trabajadores es claro que Argentina necesita bajar los impuestos al trabajo.
Para ello nos parece importante modificar el eje de la tributación en Argentina. El sistema político hace mucho hincapié en ajustar el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias. Es una propuesta correcta. Si no se modifica la gente salta de escalas y la recaudación aumenta en términos reales (es decir por encima de la inflación). Según los cálculos no ajustar el mínimo no imponible a las personas implicaría unos $ 4500 millones adicionales para el fisco. Es un número importante, pero no dejemos de recordar que el impuesto a las ganancias lo paga el 18% más rico de la población.
Pero ¿que tal si en vez de focalizar en el impuesto a las ganancias, que pagan los más ricos, nos focalizamos por un momento en los que menos ganan? Porque cada persona que está contratada legalmente paga 14% de aportes y su empleador paga 17% de contribuciones. Es decir que existe una brecha del 37% entre lo que un trabajador recibe en mano y lo que cuesta contratarlo. Y estos impuestos los pagan todos por igual.
Es esta brecha la que explica tamaño desarrollo de la informalidad laboral. Pensemos por un momento lo que podría hacerse, por ejemplo, con esos 4500 millones de los que hablábamos antes si quisiéramos aplicarlos a suplir el ingreso que hoy se recauda con aportes y contribuciones. Ese monto alcanzaría para eliminar esos impuestos para todos los salarios inferiores a los $ 3200 mensuales. Esto permitiría que para el 12% de menores ingresos se produzca un inmediato aumento de sus salarios del 16%. Aquellos que los emplean verían reducidos sus costos en un 15% lo que también les permitiría aumentar, quizás algo más, lo que pagan a los trabajadores. Pero sobre todo, los incentivaría a contratar más gente. Gente que entraría en la formalidad, empezaría a ahorrar para su jubilación y tendría obra social.
O hagamos otra propuesta. Si tomáramos lo que el estado gasta en Aerolíneas (que lo usan los ricos), AYSA (que lo usa el GBA) y Arsat (que no sabemos quien la usa) podríamos eliminar todos los aportes y contribuciones para salarios menores a $ 5500 mensuales cubriendo casi el 25% de los trabajadores.
La combinación de ambos efectos debería generar una explosión en el empleo trayendo a gente de la informalidad a la formalidad. La formalidad implica una mejora en la cobertura médica y previsional. Es el primer paso para la inclusión social.
La medida también favorecería al trabajo joven y al primer empleo. Podría implementarse en un esquema que favorezca al interior, en comparación con el área metropolitana.
La clave de la iniciativa es cambiar el mínimo no imponible de los de los que más tienen por un mínimo no imponible para los que menos tienen.
Para tener inclusión tenemos que tenerla como objetivo. Si el objetivo es el clientelismo político o la corrupción nunca podremos avanzar significativamente.













