

Nos acercamos a fin del año y han transcurrido tres años desde que el actual gobierno asumió la conducción del país. Tiempo de balance. No deben dejarse de ponderar en forma altamente positiva aspectos como la liberalización de los mercados y el sinceramiento de sus precios, la transparencia estadística, lo hecho en materia de relaciones internacionales, Vaca Muerta y el mercado aéreo-comercial. Sin embargo, hay otros donde los resultados logrados frente a las metas que el Gobierno se había planteado están muy lejos de su cumplimiento: certidumbre, inflación, crecimiento económico, inversiones y pobreza. Gran parte del año próximo lo encontrará tratando de hacer efectivo el actual programa de estabilización y esperando con ansiedad la magnitud y el momento de una recuperación económica.
En ese sentido es clave que la actividad comience a recuperar rápidamente, porque en la medida en que la recesión se extienda será más probable un proceso generalizado de destrucción de trabajo. Cuanto más empleo se destruya más difícil política y económicamente serán los próximos meses.
El peso de esta coyuntura ¿hará que quede para una etapa futura el grueso de las políticas transformadoras para lograr una competitividad incremental y sostenible en el tiempo?
Porque a la luz de una realidad histórica, y de las limitaciones que nos presenta el panorama actual, el esfuerzo para ello es muy grande. Pero es lo que algún día hay que lograr porque es un hecho: los países que son competitivos brindan a su gente una mayor prosperidad.
Las últimas décadas, a pesar de haber experimentado las más diversas políticas, han sido caracterizadas por el bajo crecimiento, volatilidad, elevada inflación, cambios recurrentes en las reglas del juego, y la restricción externa expresada en crisis de balanza de pagos, frente a las cuales las salidas han sido salvajes reducciones del costo laboral, recurriendo a bruscas correcciones cambiarias, vuelta al proteccionismo y apropiaciones de riqueza privada.
Aún la bonanza de las commodities se ha desperdiciado. Entre 2003 a 2011 el superávit comercial total superó los 100.000 millones de dólares pero, desgraciadamente, una parte considerable de esa enorme masa de recursos fue a alimentar el atesoramiento de divisas.
Lamentablemente, nunca se pudo avanzar en programas de competitividad que trascendieran las necesidades de corto plazo. En consecuencia, Argentina no ha logrado mejorar su inserción en los flujos globales de comercio y en las cadenas globales de valor. Desde hace más de medio siglo es una de las economías más cerradas del mundo.
No repetir nuestra historia implica (¡y es lo que hay que hacer!) avanzar en un programa que gire en torno a una concepción de la competitividad amplia y profunda, adaptada a las necesidades de la modernidad. Argentina, como hemos marcado, y somos todos actores de este contexto, no ha podido todavía "domar" los problemas económicos típicos del siglo XX; lo tendrá que hacer pero, al mismo tiempo, tendrá que lidiar con los desafíos del siglo XXI.
Hay que enfatizar que la estabilidad macroeconómica es una condición sine qua non de un programa destinado a ganar competitividad, pero habrá que avanzar en otros aspectos fundamentales: la calidad de las instituciones y el funcionamiento del sistema político, la minimización de la corrupción, la articulación entre los distintos actores del entramado productivo, la productividad, la infraestructura, la presión tributaria y la calidad del gasto, el costo laboral, el mercado de capitales y el acceso al crédito, la educación y la innovación, entre otros.
Para no volver a caer en las crisis que apuntamos más arriba, reducir la pobreza y generar incrementos reales de salarios, los argentinos tenemos que internalizar el concepto de que la única forma de hacerlo es mejorar significativamente nuestra productividad para así exportar más y competir contra lo importado.
La mejora de la productividad implica innovar e invertir para producir bienes de mayor valor incrementando la automatización de los procesos productivos e incorporando las tecnologías que prevalecerán en el futuro previsible, entre otras: robótica, big data y data analytics, inteligencia artificial, conectividad entre las cosas, impresión aditiva, nanotecnología, y realidad aumentada.
Esto deberá ocurrir en todo el entramado productivo y logrando cierta virtuosidad en la articulación entre los actores de la competitividad: las empresas, sindicatos, instituciones de la educación, organizaciones de la sociedad civil. Y un actor que, ante los notables desafíos y oportunidades que la tecnología planteará, tendrá que ser inmensamente mejor de lo que históricamente ha sido: el Estado.
Tenemos que escapar de la trampa del país coyuntural, cerrado y corporativo que nos rigió por muchos años. Hay que estabilizar y cambiar al mismo tiempo. Es responsabilidad de la clase dirigente nacional materializar las acciones para lograrlo. Encaremos el nuevo año con un cauto optimismo. Feliz 2019!













