Hasta hace poco tiempo, era frecuente escuchar preocupantes advertencias sobre el peligro de contraer la enfermedad holandesa por el inicio de la explotación de las inmensas reservas de petróleo y gas de Vaca Muerta.
El ingreso de miles de millones de dólares para explotar esos recursos iba a provocar una fuerte caída del tipo de cambio, debilitando la competitividad de la mayor parte de las actividades productivas generadoras de inversión y empleo. Otras opiniones en cambio, más teñidas de optimismo, despreciaban esa alarmante visión sobre nuestro futuro, señalando por el contrario, que esa riqueza era equivalente a varias veces nuestro PBI y que por arte de magia y sin demasiado esfuerzo, su explotación colocaría de manera automática al país en los umbrales del mundo próspero y desarrollado.
Con el derrumbe de los precios del petróleo en el mercado internacional, unos y otros tendrán que revisar sus predicciones y reescribir el discurso, sobre todo con la perspectiva que un precio por debajo de los u$s 50-55 puede llegar permanecer en ese nivel por bastante tiempo. Recientes pronósticos independientes del FMI y del Banco Mundial, estiman que recién para el año 2020 es posible esperar un precio que, respectivamente estiman en u$s 74 y 72 por barril.
Este nuevo escenario de precios bajos, absolutamente predecible para gran cantidad de expertos y centros de poder alrededor del mundo, parece haber tomado por sorpresa a muchos gobiernos, empresas, políticos, inversores y consultores. Por de pronto, en nuestro caso, obliga a un replanteo de los ejes centrales sobre los cuales habrá que reformular el funcionamiento del sistema energético y la política que lo orienta. En este sentido, importa recalcar que Argentina cuenta con una amplia gama de recursos primarios, suficiente para resolver de manera definitiva esta problemática. Y si bien es cierto que sobran recursos, también lo es que le faltan ideas, estrategias y planes consistentes.
Hay algunos datos relevantes para ser tomados en cuenta. Existen los recursos pero su costo de explotación es elevado y su precio se encuentra por arriba del que rige en el mercado internacional. Una gran proporción de nuestro petróleo es de tipo pesado y baja calidad. El liviano en cambio es de buena calidad, pero ambos son de costosa extracción, en yacimientos de escasa productividad. A lo largo de su historia, el rendimiento promedio de los pozos siempre se mantuvo entre los 8 y 12 m3 diarios. En los países que lideran la producción mundial ese rinde es 6 a 12 veces mayor. Aunque resulta extremadamente complejo calcular el costo verdadero de la producción por m3 de cada yacimiento, algunos expertos estiman que el promedio del total país debería estar rondando los u$s 45-50 por barril.
Se trata de un costo elevado cuando se lo compara con la curva de producción global de energía, pero no hay demasiadas cosas que se pueda hacer al respecto. El costo responde en gran medida a una geología con bajos rendimientos. Pero aun así, siempre es mejor que nada y además, alcanza para cubrir la mayor parte de nuestras necesidades, aunque no para ilusionarse con posibles exportaciones. Tampoco existen demasiadas expectativas con el petróleo que proviene de los yacimientos de explotación no convencional. Por ahora y en las primeras etapas de producción, el costo parece ubicarse por encima de los 75 u$s/barril, sin probabilidades de bajar al nivel de precios del mercado internacional.
Esta cruda realidad desactiva cualquier posibilidad de inversiones significativas hasta que se alcance un nuevo punto de equilibrio estable en el mercado global. Para tranquilidad de los pesimistas, aleja la posibilidad de contagio de la enfermedad holandesa y para los optimistas, aleja las elucubraciones de la lluvia de dólares que iba a caer sobre nuestro territorio por el mero hecho de anunciar el inicio de su explotación.
Lo único cierto de toda esta historia, es que aun cuando al final de la presente década el precio del petróleo vuelve a ubicarse por arriba de los u$s 100, va a ser imposible monetizar la abundancia de nuestro recurso. Por costo, jamás podrá competir con el petróleo de los países de la península arábiga o con el petróleo de los yacimientos shale de EE.UU. A lo sumo alcanzará para asegurar el autoabastecimiento por un muy largo periodo de tiempo, no poca cosa si se la mide con la severa y objetiva vara de los resultados concretos alcanzados en los últimos 100 años.
El nuevo escenario con bajos precios de petróleo ha complicado la situación interna debido al déficit que viene acumulando el creciente desequilibrio entre oferta y demanda de energía, sin que hasta el momento se advierta una medida de fondo que apunte a la resolución del problema. Se suma a esta indefinición, la delicada situación de aquellos yacimientos cuyo costo de producción se encuentra muy por encima del nuevo precio de mercado, para los que no existe una solución simple si esa divergencia se mantiene en el tiempo. Habrá que saber preservar la producción y el empleo local, pero con medidas transparentes y racionales.
Como siempre, la solución pasa por conferirle sustentabilidad técnica, ambiental y económica a toda la cadena que conforma el sector energético. En las circunstancias actuales, lo esencial es revertir cuanto antes las tendencias divergentes entre producción y consumo, costos y precios, para revertir las expectativas. Porque sobre ellas los actores planifi can las políticas de largo plazo, dentro de las cuales luego se llevan a cabo los proyectos y las inversiones en el mediano plazo.
La caída en el precio del petróleo con sus problemas conexos resulta preocupante, aunque no para hacernos perder de vista que el rumbo central de la política energética tiene que pasar por el gas natural y no por el petróleo y sus combustibles derivados. El gas es el recurso que permitirá la más rápida y efectiva solución al tema del autoabastecimiento y el que en mayor medida garantiza una política autónoma en materia energética.
Con el dictado de medidas acertadas es factible lograr el autoabastecimiento de hidrocarburos en pocos años. Existe el recurso, la tecnología para extraerlo, la infraestructura para transportarlo y distribuirlo y los capitales para concretar las inversiones. No están todos en un mismo lugar ni con un mismo protagonista. Depende de nosotros lograr esa unión y la convergencia de las necesidades de unos con los intereses de otros.