Nos enseñaron que la fortaleza era hacerlo todo solo. Pero en un mundo hiperconectado y sobreexigido, la capacidad de pedir ayuda no solo es humana: es estratégica.

Nadie salva a nadie, pero nadie se salva solo.

Y sin embargo, crecimos admirando al que podía con todo, al que no necesitaba nada ni de nadie, al que avanzaba en soledad como si eso fuera sinónimo de fortaleza.

Durante décadas, se instaló la idea de que cuanto más sola te arreglas, más vales. Para los hombres, esta imagen potenciaba su virilidad. Para las mujeres, se volvió estandarte de empoderamiento.

Pero, ¿qué pasa cuando ese ideal nos deja exhaustos, aislados y emocionalmente frágiles, aunque por fuera parezcamos invencibles?

Yo soy de las que cree que esta narrativa extrema nos lastima.

Nos convence de que la vulnerabilidad es un defecto, cuando en realidad es el punto de partida de todo crecimiento verdadero.

Una vez me dijeron:

"Decime dónde no pedís ayuda, y te digo dónde te duele."

Y no lo olvidé más.

Porque la dificultad para pedir ayuda muchas veces esconde heridas viejas: una decepción, una mano que no llegó, una infancia llena de autosuficiencia forzada. O simplemente, el miedo a parecer débiles.

Pero pedir ayuda no es debilidad. Es una habilidad relacional compleja:

- Saber pedir sin culpa.

- Saber ofrecer sin invadir.

- Saber recibir sin sentirnos menos.

En los entornos laborales, este mito de la autosuficiencia produce líderes que no delegan, equipos que no confían, profesionales que viven en un loop de agotamiento silencioso. Y aunque nadie lo dice, todos lo sienten.

El resultado: vínculos rotos, creatividad bloqueada y una cultura del "yo puedo solo" que nos empobrece emocionalmente.

El nuevo liderazgo no se construye en solitario.

Se teje en red.

Y esa red no es solo profesional: es humana. Es la que construimos con quienes nos rodean, con quienes reímos, nos frustramos, creamos, nos abrazamos, preguntamos y aprendemos.

Pedir ayuda no es depender.

Tampoco es renunciar a nuestra autonomía: es un acto de confianza.

Es reconocer que no estamos rotos, sino vivos.

Es reconocer ser parte de algo más grande, donde cada uno aporta, recibe, se apoya y se potencia.

El relato de la autosuficiencia es un espejismo.

Y cuando uno camina solo demasiado tiempo, incluso el agua más cercana se vuelve inalcanzable.