“Que me importa el mundo, cuando tú estás muy cerca de mí, y no pido más nada al cielo, si me tienes tú. No me culpes si lloro, es la dicha que siento en mí, y no sé de amor más inmenso, que mi amor por ti. Haz que nuestros momentos, cariño mío, duren toda una vida, dulce amor mío, abrázame fuerte, cariño mío, así” Che m’importa del mondo, Rita Pavone

“La novela de la tarde es intensa. Y si nunca muere como tópico es porque tiene un componente tan honesto como exagerado. Es como la tragedia griega, pero puesta en la televisión”, apunta Valeria Ambrosio, la directora y puestista teatral detrás de éxitos recientes como Boccato di cardinale, Las mujeres de Fellini y Un amor de novela. Piezas donde su universo estético se revela sembrado de melodías kitsch, pasiones desbocadas y nostalgias a prueba del ridículo. Excusas, quizás, para evocar emociones de antaño. Razones, seguramente, para disfrutar de momentos de eterna belleza.
Aunque viene trabajando en el diseño de escenografía y puesta en escena de musicales de fuste (Rent, Frankenstein, El violinista en el tejado, Zorba, Jazz, swing, tap), su visibilidad como directora integral creció exponencialmente de la mano de Mina...che cosa sei?!?, un espectáculo estructurado a partir de canciones de la mítica Mina, que resultó el primero de una trilogía de tributos a solistas italianas emblemáticas de los años ‘60 y ‘70. “Todo empezó por casualidad, hace siete años, cuando le presté a Elena Roger (N. de la R.: Actriz y cantante que se consagró internacionalmente al ser elegida por Andrew Lloyd Webber para el protagónico del reestreno del musical Evita, en Londres) una selección de temas de Mina Mazzini. Nos gustaban tanto que decidimos armar una obra basada en su repertorio. Nunca nos imaginamos que ese espectáculo desencadenaría el resto”, confiesa. ¿Qué fue el resto? Pues que la maquinaria creativa encontró un tono especial que se expresó deliciosamente en Ella, basada en los grandes éxitos de Raffaella Carrá, y Boccato di cardinale, un tributo a los clásicos de Rita Pavone.

¿Por qué ese afán por las canciones italianas?

Tengo un vínculo muy fuerte con esa cultura: mis padres son italianos y esa era la música que escuchábamos en casa, tanto en Buenos Aires como cuando vivimos allá. De hecho, incluso cuando volvimos a la Argentina, seguí estudiando en un colegio bilingüe. Además, a medida que fui investigando el universo de cada una de esas cantantes, relacionándolo con el contexto social y político que rodeaba a la temática femenina en los ‘60 y ‘70, descubrí mundos maravillosos en esas canciones que reflejan una época divina para contar por lo esperanzadora.

¿Esperanzadora o idealizada desde el hoy?

Era esperanzadora porque, en los ‘60, la gente tenía la ilusión de que las cosas podían cambiar. Hoy, en cambio, está todo más apocalíptico: existe un ideal de cambio pero de una manera más oscura, no existe aquella mística de la juventud que se notaba en todas las manifestaciones del arte y en todo el mundo. Fueron tiempos de una gran movida, que resulta más ingenua viéndola desde hoy, si bien fue una generación aguerrida y comprometida, más intensa y más verdadera.

Después del romanticismo de Mina y el éxito que tuvo la obra, que le valió el premio ACE a la Mejor Dirección, se animó a incursionar en la obra de Raffaella Carrá.
Carrá es lo opuesto a Mina. No sólo porque pegó mucho más en la Argentina sino porque, simbólicamente, nos representa en esa época oscura que fueron los ‘70. Creo que sus canciones, junto con las películas de Palito Ortega y los partidos del Mundial de Fútbol ‘78, nos inocularon el “miremos para otro lado”. Cada vez que se estrenaba una película de Raffaella Carrá, los fans porteños hacían una manifestación frente al cine América. Es decir, ella tenía una masividad asombrosa en una época en que no estaban bien vistas las manifestaciones populares. Ves las fotos de la avenida Callao, tapizada de gente como cuando vino Juan Pablo II, y no lo podés entender. Es de esas preguntas que nunca encuentran respuesta. Como cuando hoy en día uno se cuestiona porqué la gente, masivamente, elige determinado programa de televisión. Y nadie lo sabe. Al menos, yo no lo se.

Pero, al menos, ¿le interesaría probarlo?

No. Siento que si a mí me gusta un espectáculo lo suficiente como para hacerlo, a todo el mundo le va a gustar. Es parte de ese egocentrismo que tenemos. Me divierto mucho haciendo lo que hago y me hace bien. Entonces, me permito imaginar que a la gente también le hace bien. Sin embargo, cuando trabajé con los Pimpinela (N. de la R.: Dirigió el musical Pimpinela: La familia, y acaba de estrenar el videoclip Estamos todos locos, del nuevo single del dúo) me atrapó esa cuestión de lo popular. Porque es increíble cómo convocan Lucía y Joaquín Galán: ¡llenan estadios! Y eso pasa porque son verdaderos como personas y como artistas, por eso tienen éxito. Muestran lo que son: hermanos que juegan a ser amantes o esposos. Ese morbo, esa cosa no dicha, los vuelve honestos. Y permite que siga el juego. Porque ellos van con la verdad. Y la verdad es menos grave de lo que parece.

¿Qué más aprendió con esa experiencia?

Que tengo un sello propio. Y que está a salvo incluso en un terreno tan peligroso como el popular, donde siempre estás al límite del tomatazo. Lo cual hace todo más divertido, pero también más riesgoso. Pero mi idea siempre es que, cuando estamos haciendo teatro, en realidad, estamos jugando. Y no se justifica que haya tensión alrededor. ¿Tenés ganas de hacer algo? ¡Hacelo! Y si los demás dicen que es ridículo, que lo digan.

¿Y cuál es esa marca registrada Ambrosio?

Yo mezclo el teatro con la música. Pero no hago comedia musical, porque es un género rígido, con códigos que me divierten como espectadora pero no como directora. En cambio, en mis propuestas, un actor puede cantar, bailar, actuar y decir sin estar dentro del manual de un género esquemático. Y en esa sopa me muevo. Creo que hay un tipo de humor que me caracteriza. Algo quizá heredado de mi italianidad, que mezcla lo dramático con lo gracioso. “Me hiciste llorar y reír”, me dicen. Y eso está buenísimo porque así es la vida. Entonces sin ridiculizar, sin tomar el pelo y sin malas palabras se puede emocionar.

De cara al futuro, ¿qué nuevos géneros le interesaría desestructurar?

Me gustaría hacer algún trabajo con la ópera. De hecho, creo que lo que yo hago son pequeñas operetas. Porque con la ópera sucede algo similar a lo que pasa con los Pimpinela o con mi trilogía de las cantantes italianas: comparten su origen popular. Mi mamá me cuenta que, cuando ella era chiquita, mi abuelo, en Italia, la llevaba todos los domingos a ver ópera a la plaza. No se qué pasó que el género pasó a ser de minorías. Todavía hoy, el aggiornamiento está puesto en lo visual: el regisseur hace una escenografía increíble, con efectos visuales de última generación, pero la música es intocable. “¿Cómo vas a modificar una sola corchea que Giacomo Puccini puso ahí?”, se horrorizan. Y yo creo que no podemos sacralizar al arte porque tiene que estar al servicio de todos. De lo contrario, no es arte, sino dogma.

¿Cree que hay terreno fértil para un cambio de paradigma estético en el teatro?

El teatro está en crisis. Está bien, tenemos derecho a ver megaproducciones como tenemos derecho a beber una gaseosa globalizada. El problema es que acaparan nuestra libertad de elegir. Entonces, si esos productores, en vez de comprar tantas licencias también apoyaran las propuestas locales, el panorama de la escena nacional sería diferente. Porque uno tiene que hacer algo que lo represente. No es un discurso patriota. Te diría que lo vivo casi como una tragedia griega en la que me pregunto: ¿Cuál es mi raíz? Somos tango, somos la vieja y la pasta o el asado del domingo. Todo esto hay que aceptarlo, internalizarlo y trabajarlo. En las escuelas de teatro y de comedia musical existen talentos increíbles. ¡Hagamos la sopa!