

A pocos días de llegar a la Casa Rosada, Néstor Kirchner descubrió que Julio Nazareno iniciaba una asonada desde la presidencia de la Corte Suprema. Kirchner sólo tenía el 22 por ciento de los votos, y un poder real que se asentaba en Eduardo Duhalde y su manejo acotado del aparato peronista. Nazareno, en cambio, jugaba sus piezas apoyado por un conglomerado de factores de poder que incluía a una facción de las Fuerzas Armadas, ciertos medios de comunicación, los resabios del menemismo y un puñado de banqueros que desconfiaban de Kirchner. Nazareno empujaba la ofensiva con su decisión política de tratar la causa Lema, una demanda contra la pesificación de los depósitos en dólares que firmó el ahorrista Armando Lema. A Nazareno le importaba poco la administración de justicia, sólo estaba pagando sus años al frente de la mayoría automática de la Corte. Si el caso Lema prosperaba, el gobierno de Kirchner volaba en pedazos y la crisis institucional colocaba a Menen, de nuevo, en Balcarce 50. Kirchner se hizo cargo de su futuro y emprendió una cruzada contra los jueces más oscuros que soportó la democracia. La reforma de la Corte fue una decisión de poder basada en la supervivencia política, que el discurso oficial transformó en un acontecimiento ético y fundacional. Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco, Raúl Zaffaroni y Carmen Argibay son mejores magistrados que Nazareno, Guillermo López, Eduardo Moliné O Connor, Antonio Boggiano y Adolfo Vázquez. Pero su designaciones no respondieron a un justo y certero reclamo institucional. Ese reclamo sólo sirvió a Kirchner para poner en marcha la implosión de una Corte Suprema que no se alineaba con sus decisiones de poder. El Presidente necesitaba espacio político, y jugó contra la Corte de Menem para obtenerlo. Si la mayoría automática hubiera aceptado cambiar su centro de gravedad desde La Rioja a Santa Cruz, Lorenzetti no sería uno de los jueces más prestigiosos del país. Para el presidente Néstor Kirchner, la jugada fue perfecta: sumó reconocimiento popular, prestigio institucional, apoyo político y poder real en la Justicia.
Con la renovación de la Corte Suprema, el gobierno de Kirchner inició otro movimiento político que también fue aplaudido y avalado por la opinión pública y los organismos de derechos humanos. Se trataba de desmantelar el aparato legal de impunidad que habían iniciado las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y perfeccionado los indultos de Menem. En un hecho histórico, la Corte Suprema anuló los indultos que dejaban impunes a los crímenes de lesa humanidad. Y desde allí se inició una sucesión de juicios que buscaba hacer justicia contra los represores que habían violado la ley durante la dictadura.
La perspectiva era auspiciosa. Ya no había jueces menemistas en la Corte y los excomandantes desfilaban por los tribunales para rendir cuentas y caer presos en cárceles comunes. Kirchner podía estar orgulloso por sus decisiones institucionales, y la opinión pública apoyaba sin dudas ni temores. Era una primavera institucional que se completó con la decisión de apoyar a la Unidad Fiscal Especial AMIA, que tenía deficiencias económicas y legales para investigar a fondo el atentado terrorista contra la mutual judía. Kirchner y Cristina Fernández visitaban las Naciones Unidas y los aplausos rutilantes competían con sus sonrisas brillantes y esplendorosas.
Pero detrás del cortinado, ya había ruido. El presidente Kirchner aceptaba y apoyaba las investigaciones de crímenes de lesa humanidad, pero se irritaba cuando llegaban noticias desde los tribunales sobre el crecimiento exponencial de su patrimonio. Kirchner era transparente con los asesinos del Proceso y opaco con su declaración de bienes. Una actitud bifronte: perseguía el pasado que no traía riesgos y aportaba apoyo popular, y usaba el poder para evitar que su sorprendente incremento patrimonial mutara en escándalo político.
En 2003, en una ofensiva fulminante, Kirchner decapitó a la mayoría automática de la Corte. En 2009, en un oscuro raid, logró que su contador Víctor Manzanares convenciera a Norberto Oyarbide, un juez federal que operó para Menem sin disimulo ni descaro. Oyarbide cerró una causa contra el matrimonio Kirchner, que pretendía determinar cómo su patrimonio había crecido de 17.824.941 a 46.036.711 millones de pesos en 2008, usando las declaraciones del contador Manzanares y la inédita teoría económica de los alquileres que se pagan en Santa Cruz. En seis años, se había transformado la ética republicana en una argucia legal para evitar un juicio político.
Cristina Fernández llegó a la Casa Rosada sucediendo a su marido Néstor. En la Vicepresidencia, sonriendo como una esfinge, estaba Amado Boudou y su pasado oculto y sospechoso. La crisis estalló, y Boudou apareció desnudo con su incremento patrimonial y sus presuntos negocios que abarcaban desde la venta de publicidad hasta la compra de la única empresa nacional que puede imprimir billetes.
En Semana Santa de 2012, el vicepresidente acusó al procurador Esteban Righi, al juez Daniel Rafecas y al fiscal Carlos Rívolo, que investigaban su participación en la compra de Ciccone. Boudou aparecía cercado por un complot que ponía en peligro las instituciones. Fue solo un apriete mediático del vicepresidente, que logró arrastrar a Righi, Rafecas y Rívolo hacia el país de nunca jamás. Righi renunció a la Procuración, y Rafecas y Rívolo quedaron al margen del caso Ciccone, una trama de poder con conocido perfume menemista.
La caída de Righi desnudó la verdadera lógica K respecto al Poder Judicial. Cristina Fernández propuso a Daniel Reposo, que se inventó un pasado para ocupar el lugar que tenía Righi. Y cuando fue descubierto, la Presidenta evaporó su nominación y logró que Alejandra Gils Carbó desembarcara en la Procuración General de la Nación. Gils Carbó es un soldado de Cristina y entiende su pensamiento íntimo sobre el Poder Judicial: los buenos fallos son aquellos que no perjudican al Gobierno y a los intereses económicos de funcionarios, familiares y amigos.
Los gobiernos peronistas escriben su epitafio en las sentencias de los jueces. El final de ciclo de la administración K no escapa a esta certeza que se traduce en la denominada Reforma Judicial, las causas abiertas contra Lázaro Báez y Daniel Muñoz y la decisión de clausurar la investigación de la AMIA a través de un acuerdo firmado por el gobierno con la dictadura iraní.
Cristina eligió defender la independencia del Poder Judicial cuando investiga el pasado, y diseñar su propio Poder Judicial si está en juego su futuro político. Una ambición imposible, un sueño que nos coloca a todos cerca del abismo. z we













